sábado, 20 de noviembre de 2010

Uno de dos

Bueno ante todo avisar de que la semana pasada no pude subir ningún escrito, pues estuve sin internet durante todo el fin de semana hasta el martes...una buena excusa jejeje. En cuanto a este escrito como siempre espero que provoque reflexiones.
Mañana toca el segundo texto literario y si mi visita al campo -daré un paseo por un pueblito de nuestro archipiélago, Tejeda- me deja con fuerzas, publicaré una pequeña reflexión sobre lo relativo y lo absoluto. Sin más espera, aquí les dejo la lectura. Una abrazo.

Las drogas del siglo XXI
Era por la mañana y la madre decidió hacerle un buen desayuno a su hijo. Al ser día de fiesta lo dejó dormir hasta tarde y mientras, fue preparando los utensilios: elástico, tenedor, tubos, cuchara, jeringuillas, plato, papel, taza, mechero...todo lo necesario para una comida tan calórica como debe ser la primera del día. Su hijo despertó: era un chaval de ocho años, que apenas podía tenerse en pie por los años de comida basura acumulados en sus arterias. El aroma a sudor que despedía el chico no era como ese sudor dulce que emana de los niños a los que todavía no se les han disparado las hormonas, sino que el hedor a viejo de barrio, de estos que huelen a vino y orines todo el día, se impregnaba en su pijama de pokemon haciendo insoportable estar a menos de un metro suyo. Jadeaba constantemente y se tambaleaba como una patera a lo largo del pasillo lo cual hacía recordar graciosamente a un bulldog inglés que vive en un sitio demasiado caluroso. Su pelo era grasiento, casposo y en exceso abundante: se empegostaba a la frente como si se lo hubieran colocado allí con pegamento de barra a la espera de que las liendres se diesen un festín con él. El chico pegó a gritar exigiendo a gritos el desayuno...quizá la ira se debía al síndrome de abstinencia que tuvo que pasar por la noche. La madre, temerosa, se apresuró a satisfacer las necesidades de su semilla. Comenzó por lo blanco: el polvo se encontraba metido en un cacho de bolsa de plástico trasparente, de esas para llevar el pan, atado con un elástico marrón. La madre extendió la coca por la mesa y la dividió en seis rayas, picándola a dos manos con la tarjeta de crédito y la del Continente. Cuando hubo terminado, las ofreció a su niño quien las esnifó a través de una estampa de fútbol: la cocaína le produjo aumento de la presión sanguínea, taticardia, sensación de anestesia en rostro nariz y boca y un intenso goteo de moco a través de las fosas nasales. Las pupilas del niño casi tapaban su esclerótica y la eufória e insensibilidad  le hacían imposible enterarse de que su moco se le resbalaba por la comisura de los labios metiéndosele en la boca, manchándole las tetas de grasa que se le formaban en el pecho. Cuando acabó, su mamá le lió un porro: mezcló el hachís con tabaco y los restos de polvo que todavía quedaban en la mesa dentro de dos papelillos que formaban una ele. Se lo puso en la mano al niño, que apenas supo lo que tenía entre los dedos debido a la euforia y este se lo llevó a la boca de forma prácticamente autómata al tiempo que su madre lo encendió con un fósforo incasdencente: se dio cuenta de que el mechero podría hacer que perdiera el sabor. A la primera calada, el humo inundó sus pulmones y el THC se le acumuló en las partes grasientas del cerebro aumentándole la desorientación...en un par de minutos estalló en una risa estúpida, pues los niveles de endorfinas eran tales que hubieses sido incapaz de sentir tristeza en aquel instante, aunque eso sí: una vez pasado el efecto, después del desayuno, se sumió en un estado de irratibilidad tan grande que golpeaba y chillaba a sus propios hermanos pequeños tan solo con acercárseles y al igual que las veces anteriores, apenas usó filtro y su garganta se le iba desquebrajando al igual el queso curado cuando se parte, lo que suponía el motivo de su voz de hojalata. Cuando el chiquillo estaba a punto de vomitar por culpa de las náuseas, su progenitora le colocaba una goma en el brazo, justo por encima del flexo: se la apretó lo más fuerte que pudo, hasta que los espaguetis azulados estuvieron a punto de saltar de sus brazos, pero esta vez hubo un problema: la corva del codo estaba llena de bolsas similares a las que brotan cuando te quemas con el sol debido a los continuos pinchazos que irónicamente hicieron imposible que su madre pudiera inyectarle la aguja de heroína...así que para no desepcionar al niño le clavó la jeringa en el cuello, justo a la altura de la carótida para asegurarse de que el producto iba lo más rápidamente posible al cerebro. El primer efecto fueron toneladas de dopamina que golpearon su organismo y destrozaron su páncreas...la sensación inmediata de placer fue tan grande que el chico comenzó a temblar de manera descontrolada y con las pupilas aún abiertas como cascáras de naranja exprimidas cayó al suelo sufriendo de gusto mientras su madre sonreía satisfecha de haberle proporcionado tanto bienestar a su hijo.
Se despertó entre sudor y meados. El forro del colchón estaba tan húmedo que cambió el blanco por el amarillo. Buscó a su pareja con el pie, pero ya no estaba: era domingo y como no quería despertarla cogió el fusil de pesca en silencio y ya estaría entre las rocas buscando meros. Aún no se atrevía a descerrar los ojos y permitió que el terror la dominara durante algunos minutos más antes de reunir el suficiente valor para levantarse y prepara el desayuno de su hijo de ocho años. Como era fiesta, dejó que disfrutara un poco más del cuarto o sabe Dios que sueño y preparó todo lo necesario para un festín: platos, dulces, servilletas, nocilla, tazas, azúcar refinada...en fin, lo más alto en calorías. Ya iba terminando cuando el chaval, un niño obeso que arrastraba sus chichas graciosamente por las paredes de la casa se despertó. El chiquillo ni siquiera saludó a su madre y como un zombie desemocionado se sentó a la mesa dispuesto a deborar, pero no tanto como los cochinos, que mastican, sino más bien como Homer o las ocas, que engullen sin paladear. Lo primero que cogió fue la botella de cola -en fin de semana le dejaban cambiar la leche por este otro líquido- y tras destaparla se la bebió directamente de la botella: la cafeína le disparó su corazón a niveles ni siquiera vistos en velocistas tras una carrera...a niveles tan altos que sus pupilas se les abrieron como una cremallera rota. El refresco estaba tan frío que le salía agüilla por las fosas nasales cosa de la cual el niño no se percató, ya que, su cerebro estaba totalmente ido, centrándose en la sobredosis de dopamina creada por el refresco. Cuando acabó con media botella, abrió una caja de donuts -seis de chocolate, seis de azúcar- y se los comió metiéndoselos en la boca prácticamente enteros...no le importaba el sabor y mezclaba este pastel con la cola y los trozos de jamón cocido que habían en un plato: una orgía de sebo y azúcar que cuando terminaba de bajar por la garganta violaban hígado, páncreas y estómago de una forma tan brutal que los daños serían irreversibles de por vida. Las grasas transgénicas de la nocilla, la mantequilla y la marmelada de bote se le estaban acumulando en sus arterias desde hacía años, consiguiendo que que el abuelo tuviera menos colesterol que el nieto...y que el nieto no jugara a la pelota por culpa del dolor agudo que le oprimía constantemente el pecho haciéndole sentirse apuñalado si corría más de dos minutos seguidos. Estaba seco, pero ya había gastado el litro y medio de cola por lo que decidió pedir -a gritos- una leche con colacao a su madre: mientras la vieja le terminaba de remover los polvos, se zampó un paquete de marías -creo que esta golosina fue la que le produjo su cuarta caries- y la madre le llevó el tazón para que su hijo se lo tomara en un par de tragos: el chocolate caliente le irritó tanto la garganta que apenas pudo hablar hasta la hora de la comida.
El desayunó terminó. El chaval acabó satisfecho -es lo que tienen darse un chute de endorfinas vía bucal- y caminó hacia su cuarto a intentar echarse una siesta...antes de la mitad del trayecto un calor absurdo de intenso le ocupó corazón y barriga, por lo que el niño se tiró cara al piso dejando que los azulejos lo refrescaran un poco. Esa imagen un tanto esperpéntica, hizo gracia a su mamá, quien lo miró sonriente y con tal de no llevarse un grito, no lo obligó a levantarse, dejándolo allí, tirado en el suelo...a mi me recordaba un poco a los yonkis que ves entre cartones cuando vas hacia el trabajo tempranito.
La vieja se desnudó, metió la ropa en la cesta de la ropa sucia -aún seguía impregnada de miedo y adrenalina- y se metió en la ducha a intentar relajarse, a intentar olvidar la pesadilla. Cuano abrió el chorro y dejó al agua ardiente caer por su espalda, sonrió triunfante recordando que ella, una buena madre, jamás prepararía un desayuno mortal a su chico.

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