lunes, 25 de junio de 2012

Relato.


                Pasión.
Cristales verdes, microscópicos y sucios que desgarran su carne. Cristales infectos que arden en su costado, como a una especie de moderno Jesucristo. No es arena: son cristales verdes llenos de fuego que penetran más y más en sus entrañas  rotas, sanguinolentas, moribundas. Y sonríe.
            La sangre encharca el pulmón por completo, convirtiéndolo en una esponja blanda, roja intensa, a punto de implosionar: era algo así como una mezcla entre carne que dejas pudrir durante días al sol, sumado a bayetas sucias que hieden a cloaca. Un pulmón inútil que se extirpará, que se echará a la basura como todo lo inútil: un elemento de vida convertido en riesgo de muerte… un tumor en su cuerpo al igual que el feto en las entrañas de su madre. Y sonríe.
            Dos costillas fueras de su sitio, atravesando la piel, perforando la carne: cada roce de estos huesos contra el tubo del goteo es como hojillas de afeitar cortándole la piel de rana que hay entre los dedos, como cuando te cortas un poquito con un folio, pero mucho más jodido. El dolor de las costillas embulle tanto a su conciencia que se produce la paradoja rozando casi el placer -¡no pensar!-, un placer macabro fruto del dolor insoportable. Y sonríe.
            Piernas inútiles: dos trozos de carne atravesadas por un palo y cubiertas por una capa de piel… piernas transformadas en embutidos. Si pudiera seguir viviendo sería un completo vegetal en lo motriz. Y sonríe.
            La ambulancia se apresura, pero no da abasto. En los coches unos pocos la miran por inercia, otros siguen con su música, regañando a sus hijos en el asiento de atrás o pensando en llegar pronto al café antes del trabajo, porque en un mundo donde matamos a personas a diario sin usar pistolas, sino comprando Coca-cola, un semimuerto en ambulancia significa menos que una mierda, porque al menos a la mierda te preocupas en no pisarla...
            Llegan, los suben a quirófano, ellos esperan. Dos o tres amigos –los que no se han quedado en la playa- explican al médico lo que vieron mezclado con lo que imaginan.
-La ola lo revolcó tan bestiamente que lo catapultó de la tabla y fue cuando se estampó contra la roca, de espaldas… no eran cayados, sino afiladas, como picones gigantes.
-A mi me da que lo del costado fue de antes: mientras daba vueltas en el agua la tabla se le debió incrustar entre las costillas.
            Se muere. Punto.
            Han intentado hacerle de todo, pero al abrirlo todo se avecinó peor: era una marioneta rellena de sangre y tripas; pocos órganos sobrevivieron intactos al golpe, que de seguro fue peor de lo que piensan sus amigos.
            Llaman a sus seres queridos, con los que logran contactar, para que pueda despedirse.  Puede hacerlo porque logran regalarle minutos de vida, convertido en zombie por narcóticos: la morfina nubla su dolor, sus neuronas y, en realidad, son ellos quienes se despiden de él ocurriendo como en los funerales, una patraña en la que no se trata de honrar al muerto, sino de consolar a los vivos y a veces también de alimentar su hipocresía.
            Lloran, desesperan, gritan e incluso babean. Él no. Sigue sonriendo.
-Eso es por las drogas.
            Error.
            Él sigue sonriendo. En el cerebro lo único que pasa por su mente son los buenos momentos que le regaló el surfing: los trucos imposibles, el dolor, el frío en los huesos, la familia que formó a través de él y esta última ola, la más grande que jamás ha surfeado.
-Joder, ni siquiera sabe donde está… que triste acabar así.
            Él sigue sonriendo.
            

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