El
corazón le estallará, literalmente: siente como los ahogados, una desesperación
que no tiene que ver nada con la asfixia, ni siquiera con el sentimiento de
saberse inminentemente muerto, sino más bien con la brutal idea de descubrir
que todo es mentira, que el hombre no es divino y que la muerte lo domina a su
antojo.
Ahogándose, lleno de quemaduras,
cocinado vivo… el vapor le impide apenas ver, así que busca a tientas con las
manos una escapatoria: peor... se llaga las manos a cada toque contra el metal
y desesperado comienza a gritar desesperado recordando que el agua encharcará
antes sus pulmones si lo hace.
Lo sacaron de su medio natural
mientras dormía, amarrado, cegado: para evitar su defensa le amarraron los
dedos los unos con los otros y antes de lanzarlo al caldero hirviente le
partieron sus codos a golpe de martillo… además, una ceja se le rompe por al
haberse golpeado contra el fondo de la olla: el chef caníbal no puso
miramientos, porque al fin y al cabo, no es hombre, es comida... tampoco: lujo
para el paladar, no necesidades del estómago.
El calor aumenta de manera gradual y
este plato viviente desesperado se choca una y otra vez contra las paredes
metálicas… una y otra vez… sangre… una y otra vez… cadera rota… una y otra vez…
cerebro machacado.
Las paredes de sus venas revientas
por la mayor fluidez del flujo y está sangrando en su interior: el sabor
cobrizo se le queda en la garganta, pero apenas tiene el consuelo de escupir…
con cada escupitajo se le seca más la lengua hervida y desea la muerte que
cínicamente se niega a rescatarlo.
Pasan unos quince minutos y lo sacan
del caldero: “termina la agonía”, pensó… erró… los caníbales le colocan sobre
una bandeja, lo untan de mantequilla y uno en cada punto comienzan a tirar de
sus extremidades buscando el arrancárselas. Son incapaces, así que el chef
principal agarra unas tenazas descomunales y se las clava a mita del tronco: un
cuerno en el estómago y otro en la columna. Ahora sí: ahora bien sujeto es cosa
fácil desmembrarlo.
Durante el almuerzo, traen un
Bull-dog francés adulto. Entra un camarero. Hace correr al perro, más rápido,
más rápido, más rápido… lo revienta de agotamiento, se oye el estallido de su
hígado… uno de los comensales, se ha entretenido durante los aperitivos
clavando tenedores en el cuerpo del animal, viéndole sangrar.
Finalmente el perro muere, porque el
jefe de cocina parte su cuello.
Cierra el libro, asqueado, provocado
por la escena que acaba de leer descrita. Para comer langosta hervida y en la
tele una corrida de toros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario