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Su calavera parecía no tener
cubierta propia, sino piel prestada, injertada a trozos, chupada, con la
textura propia del papel de celofán y tan despreciable como ese mismo papel
seco junto a uñas que lo rozan.
Su cuello es similar a pene de niño
sin circuncidar, despertando en su primera erección: aunque recto, delgado y
frágil, lleno de venas repugnantes e hinchadas de sangre lila… a penas puede
cumplir son su función.
Las clavículas empiezan en dos bolas
de billar descalcificadas, amarillentas, seguidas por esos largos palos que te
recuerdan a las alitas de pollo: poca carne, excesivo pellejo… de los hombros
salen el húmero, del que cuelga un tríceps semimuerto, igual que si tomamos una
bolsa de basura de las que chorrean y la rellenamos con carne picada y podrida…
amárrala a un palo-escoba y formarás un brazo famélico, del que se sujetan
desganadas fibras musculares autofágicas.
Las manos coronan sus brazos: manos
casi bidimensionales finalizadas en falanges huesudas como alfileres, pero
largas, lo cual es una ventaja a la hora de vomitar… uno solo de esos dedos de
uñas amarillentas, atravesando su garganta y es cuestión de segundos que la
bilis, los grumos y la sangre estallen de su boca.
Su teta es agrietada, sin vida, sin
ganas de que alguien la chupe ni la desee, coronada con un pezón color rojo “polla
de perro” que repugnaría incluso a la más lesbiana de las mujeres: su aureola
copia la imagen de un cráter lunar y el
botó se hunde entre una riada de varices.
Debajo de sus pechos los costillales,
delgados como ramitas formando nidos: estoy convencido de que tan solo con una
mano podría coger las siete costillas y apretando, quebrarlas todas de una vez,
simplemente formando un puño con ellas entre mis dedos… estos huesos soltarían
polvo y astillas que irían derechos a inyectarse contra unos pulmones casi
inútiles.
El muslo apelmazado contra un
grotesco fémur, todo soportado por esas rodillas desgastadas de tanto hincarse frente al retrete: una y otra
vez, una y otra vez, al menos dos –máximo tres- veces diarias… con cada comida
la siguiente purga. Los vapores del vómito la hacen sentirse victoriosa, así
que no le importan los ojos hinchados por el vapor, el hambre ni el cerebro que
huyendo de la jaqueca intenta escapar a través de las cuencas… cada vez que se
desloma contra el váter, una a una sus veinticuatro vértebras salen a flote,
como gigantesco granos de pus a punto de estallar, eso que tienen la cabeza
blanca y jugosa.
Se amarra bien la 38, se excota
marcando el esternón, peina su pajillento pelo y sale a la calle, a la guerra,
a triunfar… pero pocos se dan la vuelta a su paso para echarle un ojo y quien
lo hace, es por el morbo de observar un monstruo andante, un ser que John
Constantine quizás mataría al confundirlo con un cadáver andante, un sujeto
parido por anuncios de “Mango” y “Pantene”.
A su paso carteles, luminosos,
escaparates… repletos de photoshop, de imágenes inalcanzables, embusteras para
mentes tiernas… modelos de belleza anémica y entro toda esa publicidad, un niño
tan negro como desnutrido en cuya frente reza “Ayuda al Sudán”...
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