miércoles, 3 de abril de 2013

Escrito (3/4/2013)


Ecce Femina
            Las ampollas de sus pies han reventado desde el minuto treinta y cuatro… el salto a la soga, junto –quizás por encima- a los paos es el ejercicio más duro que existe: el diafragma asciende y desciende de manera brusca, antinatura, similar al de un infartado… el desgaste en los menisco prácticamente los pudre y el corazón padece tantos cambios de ritmo que pareciera que te enamoras y eres odiado a un tiempo, en intervalo de  segundos. Salta, salta y salta, estáticamente móvil: un hámster en su ruedita, un boxeador en su comba. Cuarenta minutos, sin descanso, sin pausa, solo ella y su cerebro, una mente que la obsesiona con una meta tan plausible como el horizonte: cuanto más avanza más lejano… pero ella sabe que aún vale la pena, que vive gracias a que corre hacia esa franja intangible, pero no por ello inalcanzable, un punto en el espacio y el tiempo inmenso desde la lejanía, desvanecido cuando estira los dedos… ya es mucho mar recorrido persiguiendo esa línea y descaminarlo significa perder, perderse, aceptar la obviedad de lo intangible, morir… existen franjas que pueden tocarse, sentirse, saborearse, metas reales al alcance de la mano, pero no las ama: no puede sufrir quedándose en ese punto… ama sufrir, solo conoce el bien a través del dolor y lo gratis le sabe a perro mojado.
            Ampollas que estallan a cada pisotón contra el tatami… las bolsas son tan grandes que podrían criarse renacuajos en ellas. Heridas licuosas, rojas y pellejudas cuando revientan… no se protege los pies, porque las tobilleras le presionan demasiado sus tobillos prematuramente artrósicos y las vendas le impedirían patear de forma técnicamente adecuada, así que decide absorber con sus estigmas de las plantas la mierda de un tapiz limpiado una sola vez por semana con un cubo de agua que lleva en el gimnasio lo mismo que la puerta al que le echan absurdas cantidades de lejía… ya ha tenido dos infecciones por sus extremidades llagadas. Son menos dolorosas que las úlceras, doce en el ojo izquierdo, dos en el derecho, causadas por puños en combates, por roces entrenando… apenas puede ver con el ojo siniestro y el dolor por las noches, cuando el lagrimal termina de secarse, el dolor es tan puntiagudo que parece hielo picado mordiendo sus paletas. También hace tiempo fue invadida por hongos del tamaño de una castaña sin pelar, alejándola del entrenamiento en común durante cinco semanas, tiempo en el que se dedicó a correr y a las pesas: cada día nuevo peso, barras que iban cobrando curvatura por el centro al mismo ritmo que sus bíceps adquirían aspecto de varón… el esfuerzo era tan grande que en una de las sesiones reventaron varias venas en su teta izquierda dejándola morada vitaliciamente, con un pezón hundido: ese pecho tomó hasta día de hoy el aspecto de una pera putrefacta, que lleva tanto tiempo en el frutero que las moscas no desean comerla, apenas cagarla… una teta con imagen totalmente no erótica y de tacto tan duro que es lo mismo acariciar su seno que el pectoral de un culturista. Repugnaba a todos los chicos del gimnasio que la hubieran visto cambiarse durante los combates –en los vestuarios de los pabellones la igualdad llega a límites ridículos- y lejos de acomplejarla continuaba haciendo top-less en la arena: es guerrera, eso es lo que importa, no las opiniones ajenas, no la continua defenestración y humillación de los comentarios maternos –siempre imaginó una hija con aspiraciones de princesa, con cinturones de “Zara”, no de la W.B.A., una hija con carrera, piso e hijos, igual que sus hermanos, no una hija desesperada por salir del trabajo infrapagado para irse hasta el gimnasio a recibir nuevos golpes, nuevos moretones- no importa el “no se como pude follarme a eso” de su exnovio, un exnovio que abandonó a la plebeya de los rings en busca de una princesa de cuentos, de estas que parecen no echar mierda por el culo y que se te rompen sus cabellos cuando le jalas jodiéndolas a cuatro patas… solo importa ella, el yo, callar “al otro”, a esa voz profunda, a ese anti-pepito-grillo que le susurra “abandona”, “no es para ti”, “¿qué consigues con tu esfuerzo?”… consigue invertir casi la mitad de su mierda de sueldo en material deportivo, consigue lesiones de rodilla que años más tarde la amarrarían a un bastón hasta la tumba, consigue burlas de luchadores que no comprenden la esencia del Bushido, consigue matarse de hambre y llegar al límite justo de la biología humana sudando litros de sudor en la sauna para dar el peso antes del combate, consigue perder amigos que salen a beber mientras ella duerme, que van al cine mientras ella desgasta sus nudillos contra el saco… y, por encima de todo, consigue saber quien es, desafiar su debilidad, retar al ácido del odio, dominar con vara de hierro la rabia, el miedo, la duda… volcarlas a su favor. Un único tatuaje, su dragón en la espalda, ha cobrado vida: una bestia que ya existía incluso antes de ser dibujado… un animal mitológico alimentado a base de sudor, lágrimas y sangre –propia y ajena- que la devora internamente, la consume, la vuelve ceniza… pero las raíces nunca se destruyen y ella es puro pino canario: nace una y otra vez cobrando más fuerza en cada parto.
            Casi tuerta, casi sin teta, casi coja y casi sin vida, salvo por su pasión con gusto a guantes húmedos, hedor a “Réflex” y a hombres que jamás pasarán de ser compañeros de batalla, familia verdadera… salta, salta y salta, con las ampollas reventándose, corriendo hacia el horizonte, una línea inalcanzable para todos, pero que unos ven desde el puerto y otras desde la libertad del mar abierto.

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