jueves, 23 de mayo de 2013

Escrito (25/5/2013)


Industria.
            Era una familia de alcohólicos negros, moros y blancos: como los niños de “Beneton”, pero sin glamour. Vivían entre las tuneras del paterre cercano al inmenso centro comercial casi abandonado por el desuso de los antiguos clientes los cuales se trasladaban hacia los nuevos hipermercados más grandes, modernos y con mayores opciones de ocio como ñus en busca de pastos… el consumidor medio es idéntico al consumidor de pornografía: quien ve porno se habitúa a escenas de sexo tradicional, de las de condón y misionero y se siente obligado por impulsos brutales a buscar vídeos cargados de vejación, brutalidad e imposible para el fornicador del día a día… la tienda del barrio, con su señor amable apuntando en la libreta y sus pasteles caseros ya no son suficientes y tus impulsos te imponen buscar cajeras descorazonadas, con mente robótica y bollos industriales… por eso tan gordos… por eso padecen de colesterol… por eso estos vagabundos, borrachos y sin techo, que entre pagas y limosnas apenas llegan a los 400 euros mensuales por cabeza, tienen barrigas, tetas y muslos rebosantes de grasa, pues la tónica general de los países desarrollados de alma opaca en este siglo es invertir cientos y cientos si deseas comer sano y mantener una figura apolónica, mientras que los jacosos y los pobres padecen infartos de miocardio porque comprar un paquete de seis bollos sale menos de la mitad que una bolsa de seis peras: es la paradoja de una especie autofágica, criminal, a caballo entre el esperpento y la parodia, que hace milenios que olvidó tanto su alma como su animalidad y que con el tiempo ha decidido convertirse en la niña malcriada de la Naturaleza que le consiente todos sus caprichos destructivos sabiendo que algún día penará a sus hijos de dos patas cara a la pared mientras mamá los sodomiza con rabia acumulada por los siglos de los siglos…
            Ocho alcohólicos viviendo en un paterre… siete hombres, una mujer… dos dados… los hombres los tiran, los soplan, los manosean… la suma mayor le dará el premio y hoy le tocó a él: camina sonriente y tambaleante hacia su trofeo… ella, también sonriendo, ya se está bajando las bragas, subiendo la falda, dejando al descubierto su chocho canoso, jediondo y enfermo para que la quinta polla de hoy –vender polvos también les pone un cartón de vino a la mesa- escupa su placer viscoso, cálido, pegajoso… comienzan el coito, follan, disfrutan más por el sol en sus cuerpos que por el acto sexual: su cuerpo está demasiado anestesiado por el licor, su mente apagada por las embolias cuajadas y sus almas podridas por la aceleración del mundo que abandonaron hace ya mucho… follan sin condones, porque ambos pillaron el bicho a través de las agujas hace tiempo y las erupciones de la sífilis ni duele ni pica… un hígado tan roto por la birra que no importa que la venéreas lo estrujen unos cuantos gramos más.
            Tres de los borrachos se hacen pajas: cada mano a un pene ajeno... los otros dos acarician al perro… lo observan… lo mantienen amarrado –ya lleva así seis días-… lo cogen por las patas traseras… el más bebido de la pareja coge en su puño las orejas del animal y con la mano del cuchillo clava su hoja, temblando, pero certera, en la garganta del sabueso: hace tiempo leyó que así la sangre fluye mejor y más rápido que si lo degüella. El plasma brota desde la garganta del perro manchando sus manos, sus patas, su espíritu… recoge la sangre en un cubo mientras su compañero la va mezclando con el vino: el calor de ambos líquidos les ayudará a pasar mejor la humedad fría de las noches isleñas.
            El improvisado cerdo corre en seco, trata de escapar, gime… la carne es muy cara amigo y solo con unos bollos resecos no se llena lo suficiente el estómago como para soportar tantos litros de paraíso en tetrabrick.

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