Industria.
Era una familia de alcohólicos
negros, moros y blancos: como los niños de “Beneton”, pero sin glamour. Vivían entre las tuneras del
paterre cercano al inmenso centro comercial casi abandonado por el desuso de
los antiguos clientes los cuales se trasladaban hacia los nuevos hipermercados
más grandes, modernos y con mayores opciones de ocio como ñus en busca de
pastos… el consumidor medio es idéntico al consumidor de pornografía: quien ve
porno se habitúa a escenas de sexo tradicional, de las de condón y misionero y
se siente obligado por impulsos brutales a buscar vídeos cargados de vejación,
brutalidad e imposible para el fornicador del día a día… la tienda del barrio,
con su señor amable apuntando en la libreta y sus pasteles caseros ya no son
suficientes y tus impulsos te imponen buscar cajeras descorazonadas, con mente
robótica y bollos industriales… por eso tan gordos… por eso padecen de
colesterol… por eso estos vagabundos, borrachos y sin techo, que entre pagas y
limosnas apenas llegan a los 400 euros mensuales por cabeza, tienen barrigas,
tetas y muslos rebosantes de grasa, pues la tónica general de los países
desarrollados de alma opaca en este siglo es invertir cientos y cientos si
deseas comer sano y mantener una figura apolónica, mientras que los jacosos y
los pobres padecen infartos de miocardio porque comprar un paquete de seis
bollos sale menos de la mitad que una bolsa de seis peras: es la paradoja de una
especie autofágica, criminal, a caballo entre el esperpento y la parodia, que
hace milenios que olvidó tanto su alma como su animalidad y que con el tiempo ha
decidido convertirse en la niña malcriada de la Naturaleza que le consiente
todos sus caprichos destructivos sabiendo que algún día penará a sus hijos de
dos patas cara a la pared mientras mamá los sodomiza con rabia acumulada por
los siglos de los siglos…
Ocho alcohólicos viviendo en un
paterre… siete hombres, una mujer… dos dados… los hombres los tiran, los
soplan, los manosean… la suma mayor le dará el premio y hoy le tocó a él:
camina sonriente y tambaleante hacia su trofeo… ella, también sonriendo, ya se
está bajando las bragas, subiendo la falda, dejando al descubierto su chocho
canoso, jediondo y enfermo para que la quinta polla de hoy –vender polvos
también les pone un cartón de vino a la mesa- escupa su placer viscoso, cálido,
pegajoso… comienzan el coito, follan, disfrutan más por el sol en sus cuerpos
que por el acto sexual: su cuerpo está demasiado anestesiado por el licor, su
mente apagada por las embolias cuajadas y sus almas podridas por la aceleración
del mundo que abandonaron hace ya mucho… follan sin condones, porque ambos
pillaron el bicho a través de las agujas hace tiempo y las erupciones de la
sífilis ni duele ni pica… un hígado tan roto por la birra que no importa que la
venéreas lo estrujen unos cuantos gramos más.
Tres de los borrachos se hacen
pajas: cada mano a un pene ajeno... los otros dos acarician al perro… lo
observan… lo mantienen amarrado –ya lleva así seis días-… lo cogen por las
patas traseras… el más bebido de la pareja coge en su puño las orejas del
animal y con la mano del cuchillo clava su hoja, temblando, pero certera, en la
garganta del sabueso: hace tiempo leyó que así la sangre fluye mejor y más
rápido que si lo degüella. El plasma brota desde la garganta del perro
manchando sus manos, sus patas, su espíritu… recoge la sangre en un cubo
mientras su compañero la va mezclando con el vino: el calor de ambos líquidos
les ayudará a pasar mejor la humedad fría de las noches isleñas.
El improvisado cerdo corre en seco,
trata de escapar, gime… la carne es muy cara amigo y solo con unos bollos
resecos no se llena lo suficiente el estómago como para soportar tantos litros
de paraíso en tetrabrick.
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