Gira y gira.
Cucarachas inglesas entrometiéndose por las grietas de la
pared, por los chorros del agua, por los enchufe… más de una vez se ha
despertado con un dolor que quita las ganas de vivir porque uno de estos
insectos semi-incoloros se le ha introducido en el oído devorándole el tímpano:
molesto como sus primos los mosquitos trompeteros, pero sin el placer de la
música.
Una comida a base de latas caducadas de la parroquia,
agua terrosa del bajante y el hedor de las bolsas de basura deslibando baba de
comida muerta… Dos ancianos que apenas se miran, concentrados en sus platos,
devorando, olvidándose de la camadería, focados en engullir con prisas el
alimento por el inconsciente miedo a que se lo arrebaten. Ella es gorda,
desfiguradamente obesa, como si la hubieran emparedado en un armario
alimentándola como a ocas con fonil y solo se hubiera liberado porque la grasa
de su cuerpo reventó la madera… grasa que se extiende al pelo enfermizamente
cano, rizado, chorreante de peste cadavérica por negarse a duchar con agua fría
desde hace semanas; el pelo del sobacose extiende hasta el comienzo de las
costillas mientras el sudor del mismo se hace espeso como el sabor a sueño tras
la siesta, impregnando todo el cuarto, agarrotándose a medio camino entre la
garganta y el paladar… nariz rota y ojos profundamente airados: el hambre entra
en conflicto demasiadas veces con la ética… La flaqueza de él lo compensa, una
delgadez holocáustica dejando al descubierto su esternon, similar a cuando has
comido las pechugas de un pollo asado y lo volteas para escarbar más carne…
algunas de aquellas cucarachas hicieron nido hace tiempo en su tobillo y los
huevos traslúcidamente blancos estallarán hoy mismo… la cara está hundida en
los cachetes, con barba débil, pero de notorio descuido: su única hojilla le
jironaba la piel por culpa del óxido en las cuchillas… como dientes caries
negras, marfiles podridos obligándole a apapillar cualquier plato… una mancha
de orín vitalicia se desparrama sobre su muslo estríado. Ambos comen desnudos
por culpa de la calima sofocante: razón demasiado alejada de un erotismo
apagado hace inrecordables años.
De repente una canción en el patio: el jacoso del saxo se
dedica a componer y ejecutar buenas canciones, porque gracias a la suerte se le
han destrozado todos los contactos neuronales salvo el del arte…
El viejo para de sorber el atún y tras unos minutos de
escucha sonríe… sonríe… sonríe sin pensar –“no pensar” el mayor de los placeres
para los que sufren- y poco a poco va hacia la gorda, la toma de la mano y se
ponen a bailar… despacio… cautelosos… con miedo a clavarse un trozo de azulejo
roto.
A medida que la furia aumenta los soplidos sobre la
lengüeta se hacen más duros, las notas mejor audibles y el comás mayor bailable…
Los viejos bailan tropezando, perdiendo el ritmo, mal, ridículos, felices…
recuerdan la época de recién casados, cuando no existían caderas rotas y aún
podía manejar el taxi, traer dinero a casa… la época en la que el piso era
último modelo y los pasitos del niño inundaban de esperanza a la familia,
después rota por la bronquitis infantil, mortal… la época en que ella no se
refugiaba entre huevos fritos, pasteles y refrescos, sino salía con el pelo
suelto sobre tacones camino de la mercería… la época en la que el “Prozac” eran
cosas de locos y no de su esposa…
Bailan, se restriegan, se juntan sus barrigas, el perfume
del sudor y los orines resecos torna a las cucas en gusanos de seda y el mono
del caballo se apodera de los dedos incontrolados del saxofonista: una orgía
asexual de baile, música y vicio frustrado que acaba en el mejor orgasmo, la
mejor corrida: sonreír a un tiempo sin motivo con tu amado.
Se agotan y se caen al suelo para dormir allí mismo hasta
que el calor los despierte al mediodía… sonrientes… sin pensamientos… en
posición fetal: el pene se roza contra su nalga y la mano izquierda baja casi
hasta el ombligo para caer en el sueño agarrado de su teta igual que de jóvenes…
Entran en ese coma que nos domina cada noche sintiéndose agradecidos de haber
descubierto que en contadas, pero imprescindibles ocasiones las manecillas del
reloj giran hacia la izquierda.
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