La
isla.
Su
estómago desborda por debajo de la camisilla llena con manchas de sudor y kétchup
–la encontró tras alguna hamburguesería de barrio- porque en el siglo XXI, el
siglo del nuevo milenio, el siglo de la vergüenza, la comida anacrónicamente
plantada, los alimentos ecológicos cultivados por agricultores de colilla a
medio apagar en la boca mientras aran con el sacho tierras polvorientas y
desagradecidas que parecen rechazar cada golpe de la azada con una sonrisa
cínica, mortal, es demasiado exclusiva para el bolsillo medio y los vagabundos
sexagenarios solo pueden permitirse tres comidas diarias a base de hamburguesas
a euros y pastelitos industriales comprados a granel… unas piernas hinchadas,
amoratadas, supurando porquería amarillenta con una telita blanca alrededor de
la carne como el suero solidificado cubriendo un queso tierno, asoman
descuidadas a través de una tienda de campaña recogida de los contenedores: miles
de historias con sonrisas, chicas de buenos pechos y ensaladillas rusas
cociéndose al solo se guardan tras la lona de esa tienda: los ciclos son
caracoles embusteros y con humor bastante negro que transforman objetos de
alegría en recordatorio del sufrimiento, como los regalos de un padre
idealizado que se largó a por tabaco acompañado de dos hermanitos bastardos…
unas piernas podridas, muriéndose sin permiso de su dueño que dormita
haciéndose una paja casi en sueños recordando la mujer que nunca existió o tal
vez la esposa que jamás le llevará un café al sofá… unas piernas pudriéndose
por dosis letal de azúcar sin cortar –la heroína blanca apta para y al alcance
de todos los públicos- porque vivir en barrios donde las tortillas se cocinan
con huevos en polvo y la mejor compañía para los hijos es “Dora la exploradora”
mientras papá y mamá echan un polvo –cada uno en cuartos separados- hace plausible
que los refrescos de cola azucarados sean cien veces más baratos que el agua
cristalina –las botellas de agua son productos de lujo por su antigüedad y solo
chicos concienciados con el medio ambiente, de los que compran pantacas a cien
euros, pero rotos para empatizar con los sintecho- y un vagabundo jubilado con
paga tan absurdamente pequeña que no da tiempo a la ira, sino a pensar en el
mañana como un futuro utópico, deja crecer su barriga por debajo de la tela a
base de carbohidratos, grasas trans y restos de pasta que el restaurante
italiano tira al contenedor, idénticos, salseados, intactos –el mercado solo
conoce de oferta y de demanda: “homo
sapiens” es una equis eliminada hace tiempo en la ecuación del capital- que
como en competencia con las moscas directamente del contenedor gracias a unas
piernas incapaces de sostener años de comida rápida, líquidos carbonatados y
carnes de caballo que aseguran que saben mugir. El tomate se le desliza entre
los dedos manchando de índice a codo, igual que si fuese un cirujano en plena
apendicitis descansando ante los focos blancos como cochitos en la feria… un
ser vivo del que no sabemos donde está su almaticidad: come, bebe y caga de
forma casi compulsiva como un ciempiés humano con línea directa entre boca y
ano, soñando en que algún día tanta kaloría lo hará reventar, dejándole salir
de la prisión de escombros, hipervelocidad y deshumanización que sufren las
urbes del nuevo milenio.
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