miércoles, 10 de julio de 2013

Escrito (10/7/2013)

Hagamos un trato.
            Es una foca espasmódica tratando de toser su propia garganta rasgada por los vómitos de flemas, por la garraspera, por el odioso zumo de naranja con suero que en teoría alivia la fiebre y que no hace más que perturbar el estómago inútil de un niño cuyo deseo es que sus pulmones dejen de ser pasas y poder chutar un balón, meter una canasta, soñar con ser, con reír, con correr… la infancia debería ser un estado limpio donde el sufrimiento no es más que un recuerdo aún por fabricarse, pero por desgracia Dios juega a la ruleta rusa con un tambor lleno por siete balas dejando como única esperanza que en el próximo disparo el percutor de en el hueco libre.
            Un niño en su propia cama llorando no por el dolor en el esófago de tanto escupir sangre seca, no por los tímpanos vibrantes a punto de estallar por los esfuerzos de la nariz contra el pañuelo, no por ojos enrojecidos luchando contra el polvo urbano… ojalá fuera como en sus dibujos y se le saltaran de una vez para siempre de las órbitas… llora por la desesperación, la angustia, la esperanza que se estira en el tiempo como relojes derretidos de unos padres hartos de médicos incompetentes con palabras amables y piruletas de fresa para endulzar la boca llena de mocos de su hijo… unos padres metidos en el cuarto del niño: ella apretando su mano hasta casi romper los dedos pensando que quizás de esa manera nunca llegue a marcharse… él fumando en la ventana para no estorbar al enfermo con el humo: no debería, pero las pastillas están racionadas por las recetas y el hachís es un somnífero suave, barato y de mercado libre. Una pareja desesperada con un diagnóstico –“falso croup”- como única explicación que se deshacen igual que una galleta dejada demasiado tiempo dentro del café de las mañanas… impotencia, frustrante incapacidad de espera, porque la inacción los hace sentirse tan culpables como inútiles y se resignan a limpiar peluches en la lavadora matando gérmenes para que el chico pueda tener compañeros cuando ellos anden en el trabajo y la abuela friegue en la cocina… imaginación hiperdesarrollada de un chaval con ojeras eternas de cocainómano en bajada, siempre con la sonrisa invertida por culpa de la eterna pregunta “¿qué he hecho, porqué a mi?” sin solución igual que un acertijo de respuesta inexistente planteado por alguna mente superior, invisible y aemocional. Corriendo en brazos con la fiel mantita de Garfield envolviendo al chico para protegerlo del viento que estalla su piel como una hoya sin aire y demasiada presión por culpa de un calor febril absurdamente elevado.
-No quiero volver al médico, mamá.
-Hagamos un trato: un pinchazo por un cuento.
            Llegan al ambulatorio. Luz de manicomio en película de terror. Niño llorando temiendo la inyección, envuelto en una manta vieja a cuadros y un gato gordo, repleta de virus viejos, de mocos secos y de nostalgia maldecida por horas interminables bajo fluorescentes fantasmales que iluminan con luz cínicamente blanca los pasillos de un pediatra siempre vacío –los chicos sanos duermen a esas horas mientras se impacientan con el bocadillo del recreo dentro de unas horas- enseñando su nalga izquierda a un desconocido de bata impoluta y una extraña radio que solamente sintoniza el corazón… el paciente considera inútiles las inyecciones, pues no curan el dolor, simplemente lo pasan de la cabeza a la cadera… urbason comprimido, 4 miligramos… ¿quién es el sádico hijo de puta que se dedica a machacar cristales, meterlos en un tubo de plástico y luego clavar un aguijó de hierro sobre el culo para que penetren en el hueso? Es una enfermedad que pasa con la edad, con el tiempo… pero los segundos son gnomos que juegan al escondite que toman velocidad cuando el juego es divertido, pero se ralentizan hasta casi la pausa completa cuando la broma pierde su gracia.
-Doctor, ¿cómo se le puede evitar esto al niño?
-Con paciencia y un milagro.
            Regreso… cierto alivio… a la cama para no dormir angustiado por la amenaza del dolor que grita desde algún lado “volveré”.
            Se acaba el canuto y agarra la mano libre. Todo parece haberse apaciguado hasta que una cucaracha entra en escena por debajo de la puerta del cuarto. Los padres se escandalizan por temor a las posibles nuevas infecciones de un bicho de las profundidades fecales y lo persiguen por toda la habitación zapatilla en mano… el insecto se escapa dando vueltas sin aparente  voluntad hasta que cansada de la persecución despliega las alas, las chirría contra su cuerpo blando bajo el caparazón, como la mermelada entre dos tostadas y ahora es la cebra persiguiendo a las leonas: él y ella huyen despavoridos alrededor de la cama del enfermo para detenerse solo cuando la escuchan… débil… utópica… imaginada quizás hasta que lo observan y comprueban que no tose, sino que ríe: al niño le hace gracia ver como una porquería roja y voladora es capaz de dominar a dos adultos de más de tres metros en suma y se explota dando vueltas en el colchón: el culo duele, la garganta duele, el corazón duele, pero por una vez duele de placer.
            Ahora son los tres quienes carcajean sobre el colchón mientras cuatro manos hacen cosquillas en una barriga llena de enfermedad al tiempo que el bicho huye por la ventana satisfecha del indulto.

            Primera risa en dos años… primera señal de alegría… primera vez que todos dejan de compadecerse… abrir las aguas es un truco de fontanería: los milagros no nacen de lo imposible, sino de lo improbable.

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