Extramuros.
La cara escupida con los ojos abiertos viendo el asco ojo
a ojo por imposición de su comprador: el otro se sienta en la silla y apaga el
cuarto cigarrillo sobre la mesita de noche que ella tendrá que limpiar por la
mañana antes de darles el desayuno a los niños. Es sábado, el peor día: mañana
no trabajan sino los jacosos en la puerta de la iglesia y hay fiesta en el
campo de golf, un campo que han construido alrededor del barrio J., el de mayor
número de niñas embarazadas, el de mayor número de parados en suicidio, el de
mayor número de olvido por parte de los del sillón –algunos son sus mejores
clientes- con casas de construcción propia con tres vidas a las espaldas entre
las paredes cayéndose balda a balda con el sol descascarillando la pintura de
las fachadas como la piel de un huevo duro roto. Un marido con la vista fijada
en una sombra blanca en la pared del fondo del pasillo, amarrado a la lata día
y noche, leyendo constantemente la carta del finiquito, el argadecimiento, el
despido deseando que el mensaje tercie las palabras con cada nuevo vistazo… se
olvida de la sentencia de Pilatos cuando proclamó a un bandido como rey de los
judíos: la tinta burocrática está fijada a hierro y solo le queda hundirse en
un sofá gastado de skay arrancándole trocitos amarillos al relleno para
lanzarlos contra el suelo a palomas imaginarias.
La hierba es aburrida… la bebida está caliente… la fiesta
es siempre igual… dos gordos con calva y melena aceitosa se despiden de sus
mujeres porque deciden dar un paseo: salen del campo donde es el cumpleaños del
algún idiota con puros mojados en coñac y deciden ir a casa del cornudo… su
mujer es un 24 horas chino y el amarre a sus dos hijos la convierte en una
señora obediente, sumisa, asquerosa consigo misma… se deja perder el respeto
con la única necesidad de ingresar euros por comida en el plato de los niños y
al mismo tiempo ahoga en vergüenza masculina a un marido inútil que del inem
hasta la cama de por medio solo sabe dejar cocer sus ojos frente a la pantalla,
con la cerveza calentándose en la mano y fumando medias colillas encontradas
detrás del sofá, hablando solamente para chillar a sus niños que no dejan de
joder con la pelota, moviéndose solo para pegarle una pata al chihuahua que
trata de lamerlo y viviendo para nada más que ver pasar los lunes que parecen
un domingo largamente eterno autocompadeciéndose por ser demasiado cobarde,
pero no lo suficiente para subir a la azotea, quitarse las gafas, lanzarse al
asfalto… así que superwoman deja penetrar su supercoño salvador que destiñe los
números de sangre del banco, calienta la comida del horno y enciende los
bombillos de los cuartos.
Ya son dos corridas que se traga y está a por una tercera:
el que apaga los tabacos graba con el móvil y es él quien escupe en su cara… no
es más que un niño malcriado con un juguete que ya sació su capricho del
momento y que ahora solo espera que se rompa para poder jugar con otro muñeca
sucia, rota y desconsolada.
Al menos los chicos no se enteran jamás de lo que ocurre
los sábados en la alcoba de sus padres: las fiestas del campo de golf son
demasiado ruidosas y los voladores emboban el cerebro de los niños que miran
desde su ventana las palmeras de colorines que estallan sobre el muro del
complejo… un muro de separación… un muro de peaje… un muro de protección para distinguir
ambos mundos, donde el color del green
oscurece poco a poco las ilusiones desesperadas de quienes viven en J.,
sirviendo las copas de los golfistas, recogiendo kilos y kilos de mierda,
papeles, vidrios rotos que los clientes lanza sobre los ladrillos hasta el
barrio y chupando sus penes intentando que sus hijos algún día detengan el
avance de ese muro que crece ahogando con su paso toda la belleza de lo pequeño
igual que un tumor que se desarrolla devorando la salud de un cuerpo
marchitado.
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