sábado, 13 de julio de 2013

Escrito (13/7/2013)

Matriz.
            Un café cortado frustrantemente frío: la leche condensada se pega a las paredes del esófago como cola derretida en los huecos entre baldosas… diez horas de fiesta ininterrumpida porque alguien le dijo que en solitario es donde puedes escuchar tu propia voz y que mejor sensación de soledad que desmoronarte de bares en bares rodeado por decenas de personas sin alma, sin ilusión, sin piedad de su propio sistema neuronal quemado al fuego del absenta. Las 6 de la mañana, todo cerrado y sin un buen coño que llevarse a la boca: al fin y al cabo no puede quejarse porque cuando inició la aventura alcohólica decidió no ser más que un turista en las zonas abisales del vicio, un espectador paciente en la esquina del alguna barra sobre algún taburete de pata rota, observando los intercambios de saliva, verborrea y miradas tan lascivas como cansadas de mentes rotas como una cerveza puesta demasiado tiempo en el congelador. Debería sentir pena por un extoxicómano que trata de rehacer su vida social acercándose a garitos con su esqueleto calcinado, su sida en las venas, su sonrisa en blanco y negro buscando un hola, un beso, un empujón accidental para recuperar así su humanidad… extrogadicto bonachón de bigote mexicano, entradas acabadas en greñas prematuramente canosas y unas piernas de pollo hastiadas… busca meterse entre las faldas de una rubia igual también absorbida por el sumidero de la amnesia ajena: ya tiene pareja, así que respeta lo que no es suyo y se aparta… se cruzan las miradas… camina hacia el borde de la madera… allí está el muchacho mirando hacia las botellas medias vacías intentando aparentar distracción, pero los marginados tienen un radal especial para encontrarse entre ellos. El del bigote chapatero le coge de la mano con sus ambas palmas, se presenta como un tal algo, se echa mechones desgarbados tras la nuca porque se le meten en la boca al hablar.
-Te veo triste hermano… con lo bonito que es el vivir… con lo hermoso que es confiar en la bondad de los desconocidos.
            “Puto loco”. El muchacho sonríe con la hipocresía propia de los que tienen pocos huevos de expresar su verdadera cara, temblando por las ganas contenidas de pegar un puñetazo –quizás no contra su interlocutor: simplemente un puñetazo- y mirando el reloj de la máquina de tabaco de forma compulsiva, deseando que sea el cierre del negocio para que el portero los eche como un gato en el nido de las hormigas.
            5:00. Fin del juego. El “puto loco” lo sigue a pasos cortos rodeando sus hombros con un brazo lleno de sudor encharcado por el baile, el vodka y el desprecio, escupiendo restos de bocadillo de pan duro a la oreja del joven: sigue sin golpearle no tanto por ética, sino porque en lo más profundo comprende que esta mañana será él la última persona a la que vea antes de entrar en su casa para masturbarse, dormir y ver los dibujos de la tele hasta el lunes que deba volver al curro que odia, al curro que lo pudre como un queso tierno fuera de la nevera, al curro que lo esclaviza con nóminas minúsculas sustituyendo a las cadenas del siglo XVI… del trabajo a casa, de casa al porno y del porno al bar: odio flotando en amor oculto como la fruta en un bol de sangría, incomprendido por una comunidad que camina demasiado rápido en calles abarrotadas por meadas de perro, pedigüeños en las escaleras de las sectas y sensación de derrota porque aún aceptamos al amo, aceptos el status quo, aceptamos que la doble pareja es suficiente sin arriesgarnos a barajar las cartas una vez más, repartir una nueva mano en busca del póker de ases y perderlo todo con la única ilusión de poder decir “lo hice”… entendemos la derrota como fin de la partida y no como una anécdota dentro del juego: tenemos una sola ficha roja guardada bajo la manga izquierda sin plantarle cojones al crupier dejándole a la banca ganar siempre sin tirar los malditos dados aunque sea una sola vez… una sola vez en la que como panes de cebada haciendo un gesto mínimo la vida puede que nos lo devuelva con refuerzos o puede que escupa en nuestra cara partiendo en dos esa única ficha… pero lo bueno de la baraja es que Dios es un jugador incansable dispuesto siempre a dar nuevas cartas –quizás por piedad, quizás por crueldad, quizás porque se aburre de no conocer los relojes…- para que habiendo tirado de la cadena con nuestro sueño dentro de la taza, ser capaces de construir nuevos castillos de arena en el aire y pelear por ellos sobre un tablero a veces sucio, a veces mortífero, pero siempre dispuesto a quitarlo todo, a darlo todo, a dejarnos soñar libres…

            El borrachito bondadoso de gran bigote se inclina sobre el joven metiendo sus puntas gastadas del cabello en el leche y leche largo… para el chico su único consuelo es sentir el aceite hirviendo del churro desgarrándole la garganta… su consuelo es abandonar ese local sabiendo que a menudo que los bares son idénticos al fracaso, los dos iguales que un útero parturiento: solo puedes salir de ellos sucio, viscoso, desnudo… y vivo.

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