No existen campeones.
El ojo aún le arde como si estuviera mordiendo hielo
picado con las paletas: es la octava úlcera que se le forma y todavía tiene el
sabor del suero con el que le limpian la esclerótica atrapado en el paladar. Un
noche entera bajo las luces del despacho del médico, con el ojo lloroso,
hinchado, venoso… con puntos en el interior del párpado por un codazo en giro
criminal, perfecto y suspicaz, pensando en la siguiente pelea, en la siguiente
oportunidad, en la siguiente noche oliendo a crema de calor derritiéndose en
sus muslos, con las vendas obligando a las muñecas latir como si fuesen un
huevo cociéndose en el agua hirviendo, con los compañeros arropándole entre
sudores, guantes mojados y botellas de agua medias llenas gastadas por los
nervios, nunca por la sed.
Una noche llena de vómitos sobre el retrete del vestuario
por la ansiedad, la duda, la incertidumbre… el miedo no es un sentimiento
exacto, solo un disfraz de los valientes que sabiendo que acabarán enjuagados
en sangre sin contar a quien suban el brazo encima de la lona andan un
recorrido antinatural del vestuario al ring para descubrirse a sí mismos, para
probarse, para descubrirse que nunca son tan fuertes como hubieran deseado,
pero tampoco tienen los huevos tan vacíos como les aterraría: te metes entre 16
cuerdas a pelear contra otro hombre que seguramente te caerá genial cuando
hables con él tras la velada para confirmar que eres imperfecto, el mayor
regalo de un dios espectador que como único regalo nos dejó la mediocritud para
así tener la excusa de pelear eternamente para ser mejores en una existencia de
sueño, hambre y sed… los héroes no llevan máscaras, eso es solo cosa de maricas
que disfrutan apareciendo en el periódico… a veces los héroes son repartidores
de pizzas, camareros en un bar o albañiles de algún edificio a medio construir
que cuando terminan la jornada le dan la merienda a los niños y corren hasta el
gimnasio para extenuarse con otras tres o cuatro horas de paos, sacos, soga…
los héroes no son más que personas sencillas con una vida de mierda que se
mantienen sonrientes entre la basura porque se dejan devorar por una pasión
incomprendida, insana, brutal… los héroes son vecinos, padres, obreros que se
consumen en un trabajo por el sueldo mínimo, se destruyen el cuerpo sobre un
tatami lleno de hongos y se derriten sin muecas de dolor cuando abrazan a sus
hijo o follan con sus mujeres: pocos –quizá nadie- quieran ser como ellos, pero
ellos no se cambiarían por ninguno… el héroe es todo hombre que llega a la
máxima satisfacción de que si tuviese que nacer una y otra vez siempre elegiría
ser él mismo.
Ahora toca la cuesta… una subida de ocho kilómetros con
más de 30º grados de pendiente que astilla sus rodillas, las rellena de arena,
las infla como un pulpo agonizando en las rocas… cuando siente la vagancia, la
asfixia, la derrota, imprime velocidad y corre aún más deprisa contra la
gravedad pensando que aunque nadie sea más fuerte que la ley de Gaia, al menos
solo un puñado tiene las pelotas de combatir en una pelea que ya saben que está
perdida de antemano, porque todo es como un ring: un equipo, una esquina, un
público… pero a la hora de la verdad las decisiones son rápidas, criminales y
solitarias… un luchador actúa sin pensar, solo sintiendo, inconsciente del
mundo externo, porque ente las cuatro esquinas solamente existen dos personas:
la que golpea, la que defiende… amas a tu contrincante y por eso intentas
noquearlo: le regalas la oportunidad de superarse.
Cuatro eventos. Cuatro combates. Cuatro derrotas. “Déjalo”,
“Abandona”, “No vales para esto”, “¿Para qué?”. No son amigos, son cobardes,
derrotados, envidiosos: detestan que por fin un clavo sobresalga una y otra vez
de la madera aunque siempre vuelva a llevarse un martillazo… quizás si te
mantienes enterrado en la tabla nadie te hará daño, serás uno más y el status quo se adueñará tanto de tu vida
que ni siquiera notaras que aun vives atrapado en esa mediocritud, en esa
basura, en esa comunidad de vecinos donde todos tiene coche, perro y nómina,
pero andan con la cabeza agachada y la mirada en “stand bye” porque no se dan
cuentan de que morir sin cicatriz te aleja de la derrota tanto como pudre el
alma como el líquido de una pera demasiado tiempo al sol.
“Déjalo, si no has ganado ya, nunca vas a hacerlo”. Ganó
la séptima vez que subió las escalerillas del ring, pero ¿a quién le importa? A
él no, desde luego, porque sabe el cenit del pintor: no pintas con el fin de
hacer un cuadro, pintas con el fin de pintar… no se pelea para ganar…
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