miércoles, 17 de julio de 2013

Escrito (17/7/2013)

¿Y qué?
            Con los dedos amoratados, hinchados y cosquilleantes por estar siempre dormidos estira la mano hasta coger la quinta miloja… una anciana de siete décadas, postrada en una silla de ruedas que le queda tan pequeña que parece una niña demasiado grande sobre una moto de plástico: su obesidad desparrama las lonchas de carne por encima de las ruedas hasta el punto que a veces hace dudar sobre si en lugar de sentarla allí cada mañana en realidad la dejaron sobre el asiento cuando era delgada y la obligaron a alimentarse cada dos horas con zumo de grasa y buñuelos de chocolate… el peso es tan enorme que le resulta un mayor esfuerzo obligar a las ruedas a girar que cuando aún andaba con la muleta.
            Tiene el culo escocido: los donuts le inflaman las almorranas y lo bollos le obligan a cagar líquido… el pañal lleva sucio desde anoche y su nieto no va a llegar hasta las 10 de la mañana. Es sábado: día libre del chaval, como para casi todos… un nieto pajillero que esconde su cara granuda bajo una barba espesa, sin novia, caminando cabizabajo por las aceras mirando de reojo ese muslo, ese culo, ese medio pezón que más tarde en su cuarto harán un Frankestein sensual, lascivo, pornográfico capaz de satisfacer las cada vez más simples, vacías aspiraciones del muchacho: virgen a los 26, así que hace algunos años que decidió subir el listón al máximo… de esa manera quizás se folle a la primera que pase por debajo.
            Con un plan paralelo de descargar porno, comer perritos al microondas y malgastar –o no- papel higiénico, visitar a la vieja no parece mala opción cuando sabe que un billete de diez lo espera al final de cada paseo y que al menos una mujer, femenina, que incluso conoce el sexo, le llamará “guapo” y le apretará los cachetes con cariño, con fuerza, con sinceridad… una vez incluso le surgió una erección… no le dio vergüenza, al contrario: fue al baño, bajó la cremallera…
            La vieja mantiene su voracidad, su apetito, su hambre lingüístico, no estomacal… cáncer del norte en el siglo de la máquina expendedora: los humanos robamos la necesidad del prójimo para satisfacer los excesos asesinos de quienes poseen monedas para alimentar a la industria del “fast-food”, del “fat-food”, del “human-food”: antropofagia encefálica alimentada con bollería en cadena, vacas caníbales, pollos insomnes y sazonada con la sal de la caja hipnotizadora. La insulina cuesta barata, así que a cada bocado de palmera se insufla un chute y la compensación mantiene su salud un día más contra el reloj… Doce pasteles y media docena más apresados en el congelador resignándose, aceptando que el indulto es cosa de películas.
            Se oye la cerradura –el masturbador tiene su propio juego- y la mujer se traga como un pato el último mordisco tratando de evitar la bronca, olvidando que las migas en la pelusa de su barbilla la delatarán igualmente: comportamiento infantil porque la diferencia entre un cuerpo arrugado por el parto y otro con pliegues de despedida no son más que bastantes centímetros y unos cuantos años.
-Abuela, no me joda.
-Total…
            No charlan. No ríen. No viven… harta, la mujer se quita el respirador de la nariz, abre su bolso puesto sobre la mesa y cuando toma el paquete se da cuenta de que no le queda ningún cigarro dentro.
-Por Dios abuela, se está muriendo y todavía tiene ganas de fumar.
            Diabetes… cáncer… un disparo en la cabeza… supongo que a ciertas edades la muerte no es más que una realidad única que juega a disfrazarse con diferentes telas, pero que al final de la fiesta se la reconoce por su innegable puntualidad: nadie se muere a la víspera, nadie se muere después.
-Niño, tengo 70 años… no follo, no siento, no me follan desde hace ocho, cuando se murió el viejo: no siento deseo hacia mi… las cataratas no me dejan leer el periódico, los poemas, las recetas… no puedo levantarme de esta silla para ir a caminar junto al agua, mi cerebro ya no vale para escuchar el cine, ver la radio… la televisión es pienso y yo me acostumbré desde joven al bicho muerto… mi alma hace años que está enclaustrada que es una mosca torpe que ve las ventanas abiertas, pero se empeña en escapar por una rendija atascada por el hollín… mi alma está atrapada en un cuerpo inútil que perdió la capacidad de servirle de ruedas para acelerar, de fórceps para ensancharse, de riego para crecer… cuando el alma está secuestrada por la carne el único consuelo es alimentar, abonar, dar placer a esa misma cárcel de piel, músculos y hueso para al menos sentir que algo, ficticio, minúsculo y asesino, aún puede controlarse… la vejez, la invalides, me impide ser dueña total de mi vida… al menos déjame serlo de mi muerte.
            Lo único que se escucha es el zumbido de la nevera, el goteo del chorro, el tintineo de los fluorescentes… el nieto coge la chaqueta y las llaves.

-¿De qué marca quieres el tabaco?

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