¿Y qué?
Con los dedos amoratados, hinchados y cosquilleantes por
estar siempre dormidos estira la mano hasta coger la quinta miloja… una anciana
de siete décadas, postrada en una silla de ruedas que le queda tan pequeña que
parece una niña demasiado grande sobre una moto de plástico: su obesidad
desparrama las lonchas de carne por encima de las ruedas hasta el punto que a
veces hace dudar sobre si en lugar de sentarla allí cada mañana en realidad la
dejaron sobre el asiento cuando era delgada y la obligaron a alimentarse cada
dos horas con zumo de grasa y buñuelos de chocolate… el peso es tan enorme que
le resulta un mayor esfuerzo obligar a las ruedas a girar que cuando aún andaba
con la muleta.
Tiene el culo escocido: los donuts le inflaman las almorranas
y lo bollos le obligan a cagar líquido… el pañal lleva sucio desde anoche y su
nieto no va a llegar hasta las 10 de la mañana. Es sábado: día libre del
chaval, como para casi todos… un nieto pajillero que esconde su cara granuda
bajo una barba espesa, sin novia, caminando cabizabajo por las aceras mirando
de reojo ese muslo, ese culo, ese medio pezón que más tarde en su cuarto harán un
Frankestein sensual, lascivo, pornográfico capaz de satisfacer las cada vez más
simples, vacías aspiraciones del muchacho: virgen a los 26, así que hace
algunos años que decidió subir el listón al máximo… de esa manera quizás se
folle a la primera que pase por debajo.
Con un plan paralelo de descargar porno, comer perritos
al microondas y malgastar –o no- papel higiénico, visitar a la vieja no parece
mala opción cuando sabe que un billete de diez lo espera al final de cada paseo
y que al menos una mujer, femenina, que incluso conoce el sexo, le llamará “guapo”
y le apretará los cachetes con cariño, con fuerza, con sinceridad… una vez
incluso le surgió una erección… no le dio vergüenza, al contrario: fue al baño,
bajó la cremallera…
La vieja mantiene su voracidad, su apetito, su hambre
lingüístico, no estomacal… cáncer del norte en el siglo de la máquina
expendedora: los humanos robamos la necesidad del prójimo para satisfacer los
excesos asesinos de quienes poseen monedas para alimentar a la industria del “fast-food”,
del “fat-food”, del “human-food”: antropofagia encefálica alimentada con
bollería en cadena, vacas caníbales, pollos insomnes y sazonada con la sal de
la caja hipnotizadora. La insulina cuesta barata, así que a cada bocado de
palmera se insufla un chute y la compensación mantiene su salud un día más
contra el reloj… Doce pasteles y media docena más apresados en el congelador resignándose,
aceptando que el indulto es cosa de películas.
Se oye la cerradura –el masturbador tiene su propio
juego- y la mujer se traga como un pato el último mordisco tratando de evitar
la bronca, olvidando que las migas en la pelusa de su barbilla la delatarán
igualmente: comportamiento infantil porque la diferencia entre un cuerpo
arrugado por el parto y otro con pliegues de despedida no son más que bastantes
centímetros y unos cuantos años.
-Abuela, no me joda.
-Total…
No charlan. No ríen. No viven… harta, la mujer se quita
el respirador de la nariz, abre su bolso puesto sobre la mesa y cuando toma el
paquete se da cuenta de que no le queda ningún cigarro dentro.
-Por Dios abuela, se
está muriendo y todavía tiene ganas de fumar.
Diabetes… cáncer… un disparo en la cabeza… supongo que a
ciertas edades la muerte no es más que una realidad única que juega a
disfrazarse con diferentes telas, pero que al final de la fiesta se la reconoce
por su innegable puntualidad: nadie se muere a la víspera, nadie se muere
después.
-Niño, tengo 70 años…
no follo, no siento, no me follan desde hace ocho, cuando se murió el viejo: no
siento deseo hacia mi… las cataratas no me dejan leer el periódico, los poemas,
las recetas… no puedo levantarme de esta silla para ir a caminar junto al agua,
mi cerebro ya no vale para escuchar el cine, ver la radio… la televisión es
pienso y yo me acostumbré desde joven al bicho muerto… mi alma hace años que
está enclaustrada que es una mosca torpe que ve las ventanas abiertas, pero se
empeña en escapar por una rendija atascada por el hollín… mi alma está atrapada
en un cuerpo inútil que perdió la capacidad de servirle de ruedas para acelerar,
de fórceps para ensancharse, de riego para crecer… cuando el alma está
secuestrada por la carne el único consuelo es alimentar, abonar, dar placer a
esa misma cárcel de piel, músculos y hueso para al menos sentir que algo,
ficticio, minúsculo y asesino, aún puede controlarse… la vejez, la invalides,
me impide ser dueña total de mi vida… al menos déjame serlo de mi muerte.
Lo único que se escucha es el zumbido de la nevera, el
goteo del chorro, el tintineo de los fluorescentes… el nieto coge la chaqueta y
las llaves.
-¿De qué marca quieres
el tabaco?
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