¿Qué tiene que hacer un
perro para vivir?
Llevo unas seis horas lanzándole la pelota al perro…
viene y va… viene y va… viene y va… supongo que en el fondo lo hace por
condescendencia y que lo que más le gustaría en el mundo es que me comprase un
boomerang. Es temprano, hay luz y probablemente sea miércoles… o jueves… me da
igual: hace año y medio que no curro y mucho más tiempo que dejé el colegio…
los días son solamente el mismo, uno, pesado y espeso cuando las latas de
cerveza se dosifican sobre escaleritas hirviendo de una puerta a mediamañana,
tu única compañía es un obseso del tenis que disfruta manchándose la lengua con
una pelota sucia de hollín y la calle está vacía porque tras dos meses nadie se
ha molestado aún en asfaltar los socavones de las lluvias.
El perro es feo como una suegra tópica, los dientes de abajo
le sobresalen hasta la nariz como si fuese un tiburón sin morro, el pelo
colocado a ráfagas encima de un lomo huesudo, picante y amarillo caca… me
divierte ver sus orejas chocándole contra el cráneo cada vez que le tiro la
pelota lejos… es un perro tonto, de estos que cuando finges lanzarles el
juguete aceleran igualmente tratando de tomar una pelota invisible, aunque
pienso que quizás saben el engaño, pero les da igual, porque disfrutan corriendo,
no son como nosotros, porque las personas sí que somos tontas: los ricos
pagarían a alguien para que fuesen a buscarles la pelota más cara del planeta,
se la limpiaran, se la colocasen sobre una bandeja de plata desde la que la
observarían un par de veces al día, hasta que se olvidaran de ella sin haberla
disfrutado, sin haberla lanzado, sin haberla perseguido… los pobres
envidiaríamos esa pelota, pelearíamos toda la vida en un trabajo de mierda para
conseguirla, sufriendo, quitándonos comida de los dientes con tal de ahorrar un
par de euros para acercarnos más a esa mierda amarilla que no necesitamos, que
en el fondo ni siquiera deseamos, pero que nos matamos por conseguirla porque
otro con una cartera más gruesa, con una casa más grande y con una cara más
estirada la tiene en su vitrina… cuando después de ahorrar quince años por fin
tuviésemos esa pelota, igual que los ricos la encerraríamos como un trofeo en el
único armario con puertas de cristal para que se dedique a coger polvo durante
otros quince años hasta que se pierda en alguna mudanza… me gusta el perro
tonto: usa la bola para ejercitarse, para divertirse, para agotarse con la
lengua colgándole sobre un lado, llegar a casa para tomar un buen cuenco de
agua del chorro y dormir junto a ella, destrozada, sucia y maloliente, mientras
un chico le rasca detrás de las orejas… no necesita una vitrina dorada con un
trofeo dentro: prefiero correr y que le rasquen.
Continúo con el animal tirándole la esfera… debe de ser
sábado después de todo: las 11 de la mañana y grupo de niño como de entre once
y trece años suben las escaleras hacia mi calle con una pelota de fútbol que
lleva el hermanito de uno de ellos: tres años, sucio, mocoso y empujando la
bola casi tan grande como él… me da asco… no soy un cabrón, pero no puedo
evitarlo: cubierto de tierra, viscoso y obligando trabajosamente a rodar a esa
pelota me recuerda a un escarabajo pelotero alimentándose de mierda… lo peor es
que tal vez su hermano le diga que se siente conmigo en las escaleras, me pida
que lo vigile y no pueda beberme el caldo de birra tranquilo con mi amigo el
mil-leches (nunca le he puesto nombre: no soy Adán, así que no tengo derecho a
nombrar a alguien que no poseo… los hijos y las mascotas deberían llamarse “tú”,
“gato”, “¡ey!” hasta que ellos mismo tomen conciencia de lo que son y decidan
de que forma debemos dirigirnos a ellos).
Lo primero es montar la portería, discutir, pelearse
sobre quien será el portero –nadie quiere estar bajo el larguero, sino correr,
pasar, saltar metiendo goles, olvidando que a veces la mejor iniciativa es
estarse quieto, expectante, alerta- y elegir una pared con las ventanas lo más
altas posibles: ahí usarán la tiza para dibujar los tres palos… el Ayuntamiento
prometió una cancha de futbito y baloncesto hará tres años, en las anteriores
elecciones e incluso cumplieron parcialmente… en la plazoleta de la iglesia
colocaron una portería –sin red-, así que los muchachos del barrio hartos de
correr tras el balón cada vez que metían un tanto, decidieron subir de nuevo,
regresar a las dos dimensiones y llevar con ellos el campo metido siempre en el
bolsillo… los sueños verdaderamente grandes suelen caber incluso en un dedal.
-Yo me pido a Messi.
-Yo a Cristiano.
-Yo a Iniesta.
Nombres de ídolos que ni siquiera saben que estos niños
existen, lloran con sus lesiones o sudan viéndoles tirar un penalti… algunos van
más allá y no solo ignoran que existen: se las suda… Chicos que por reyes piden
la blusa con el 9, el 15, el 22 o cualquier otro, pero “la oficial”, para que
no ser rían de ellos en clase y así fantasean en una portería que se borra
cuando fallan los chutes con ser tal o cual delantero… ¿porqué nadie les educa
para que de mayores quieran ser ellos mismos?
Llevo un rato observándoles y noto que una pezuña me
raspa el muslo: se me había olvidado el perro, así que le lanzo de nuevo su
querida pelota… viene y va, viene y va… los muchachos se pelean, se abrazan, se
insultan… desean ser futbolistas para jugar en campos donde las porterías
tengan redes y los del ayuntamiento se hagan fotos con ellos… todo el mundo
desea ser futbolista, bombero, cantante… por eso a este es a quien más envidio
de todo el barrio: él solo tiene que ser perro para ser feliz.
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