martes, 23 de julio de 2013

Escrito (24/7/2013)

El castillo.
            Tira la segunda colilla y enciende el próximo: siempre la primera calada es la mejor… el calor del primer estallido astilla la garganta, insufla los pulmones y embota el cerebro, lo tranquiliza, lo mata unos pequeños instantes… tabaco con tan solo una chinita de hachís –en el quinto mes de embarazo el niño puede quedarse idiota-, lo suficiente para que su boca sepa a sueño, ese gusto pastoso que se queda en el paladar como un olor espeso cuando nos despertamos de la siesta en un domingo al sol después del vino y la paella… ese gusto impregnante como la cola derretida que inunda el interior entero de la boca… ese gusto a caramelo insípido que despierta la vaguedad de los músculos anclándole a la cama, pidiéndole minutos extras al reloj, arañándole segundos al despertador… diecinueve años, en paro, segundo hijo, segundo novio, demasiado estrés: hasta el ginecólogo le aconsejó no dejarlo de golpe porque la ansiedad podría ser más perjudicial para el feto que la posible quema de neuronas.
            Está fumando con sus amigas como cualquier tarde en el segundo piso del barrio: es un vecindario construido en escalera de menos a más, con ladrillos, piedra volcánica y cemento, sin albañiles, solo la desesperación de 70 años de familias emigrantes en su propia nación expulsadas de los edificios con pladul por nóminas ridículamente pequeñas. La base del barrio está amurallada: aprovecharon el muro que construyeron hace un par de siglos los lugareños para defenderse de los piratas, pero ahora son los otros, lo de los barrios colindantes quienes se alegran de que exista esa cadena de piedra para separarlos… el muro hoy es inverso porque no está para impedir la entrada, sino para dificultar la salida.
-¿Qué haces ahí?¿Porqué no estás en casa de tu madre?
            Es el novio… el hombre… el macho alfa… ella esconde la barbilla contra el pecho como una paloma avergonzada y suplicante lanza un vistazo en busca de auxilio a sus amigas cuando la agarra del brazo dejándole cinco marcas: ellas han pasado por lo mismo, así que solo es cuestión de asumir, tragar, dejar de buscarle explicaciones y procurar tener siempre la comida a tiempo, las piernas abiertas a gusto del consumidor y el culo, las tetas y los ojos siempre destacando con potingues, dietas y gimnasio.
-¡No quiero que salgas cuando yo estoy fuera de casa!
            La zarandea, la retuerce, la empuja… se choca de barriga contra un poste de la luz y rompe a llorar pensando en el feto, mientras él la levanta en volandas por los sobacos y la obliga a caminar ¿qué importa un niño roto en las tripas de una mujer? Es suya, es para disfrutar, es una pieza en su colección de medallas: las mujeres son como las cucharas de plástico que cuando las partes buscas otra con la que seguir satisfaciendo los apetitos.
            De camino a casa son inertes al cuadro de niños en el parque jugando entre condones usados… viejas santiguándose que follaron los suficiente para tener seis hijos… una marica loca de 54 años, traje absurdamente corto, carrito de la compra siempre lleno –vive de hacer recados a las ancianas piadosas- y tacones, maquillaje y alma siempre desgastados… pobre… descorchada… anoréxicamente delgada, porque los gays de “Queer as folk” se quedaron atrapados en la pantalla, pero en la isla, en esta isla los niños maricones que sueñan con poseer vaginas de látex, los raritos del cole que intercambian pajas fugaces en los recreos, los travestis locales que anhelan cambiar sus dos testículos por un par de tetas, son pobres, parias, no bailan hasta el amanecer en discotecas de diseño y sufren la desatención de una comunidad incapaz de comprender: los hombres las ven como enfermas, las mujeres como perturbados y los pocos que las aceptan lo hacen desde la distancia. Una mujer obligada por Dios a disfrazarse de varón por un sentido del humor macabro o quizás sea la venganza que le está regalando a Adán. Las operaciones son muy caras y debes ahorrar para hacer de tu cuerpo una Jenga de carne poniendo de abajo, quitando de arriba… ahora tengo 2000 euros: tratamiento hormonal… ahora 1500: implantes… conseguí 3000: puedo elegir entre extirpar pene o implantes de pelo… pero los ahorros se agotan, la seguridad social es troglodita y no queda más remedio que convertirse en un ser “medio”, mitad y mitad, vuelta y vuelta, a caballo entre la mujer y el hombre, en la duermevela que separa el “ser” y del “soy”.
            Es un sobreesfuerzo llegar arriba de la cuesta con tacones y más cuando eres objeto de miradas huidizas, cuchicheos capciosos y bromas de mal gusto…“¡Maricón!”… salen corriendo… le han tirado un par de huevos podridos… se siente princesa, así que continúa andando sin satisfascerles con siquiera una mueca… además, a ella no le importa porque su padre ya la preparó para los suplicios: media noche, un viernes, el viejo la ha visto besarse con el hijo del carnicero… “Toma, métetelo, porque eso es lo que te espera si sigues pecando” le dijo su padre dejando el mango de un martillo sobre la cama: si no se penetraba a sí mismo temía que la paliza fuese aún más desgarradora… aunque tras aquel día las “palizas terapéuticas para curar el mariconismo” llegaron igualmente, su fin, hacerlo un macho”, convertirlo en un hombre a través del dolor, porque los hombres nunca expresan, nunca enculan, nunca lloran… pero sí los travestis con carritos de la compra desordenando obsesivamente los cajones de ayer buscando el porqué al escupitajo de un padre que se supone debe amarte de forma incondicional, injuiciante, incontable… pero a veces es mejor cerrar las gavetas con llave y centrarte no en la persona que eres, sino en la que buscas convertirte: una vez que la encuentres no pensarás, serás feliz, porque al fin dejarás de ser como los perros y más nunca ladrarás al que está en el espejo por las mañanas mientras se cepillan los dientes mirándose cara a cara.

            Un marica travestido, viejo, decrépito que huele a yema recalentada y que sonríe siempre con la barbilla apuntando por encima de lafrente: en un barrio donde las zorras fingen ser princesas, donde los chulos fingen ser caballeros, donde los pobres fingen comer carne y pescado siete veces por semana… un travesti es el único con cojones para caminar por la calle sin colgarse ninguna máscara.

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