El cielo.
La pared manchada de sangre por un golpeo incesante: en
algún lugar leyó que el dolor obliga al cuerpo a crear endorfinas o tal vez lo
estudió cuando aún andaba por tercero de enfermería. Cabezazos cortos, tímidos,
débiles por el único instinto intacto de la conservación agrietan el cráneo
deslizadamente, salpicando la cal con plasma y cráneo… tanta hípica ha
terminado por inutilizar la función de su cerebro: se ha vuelto gandul como un
ama de casa en domingos soleados que se niega a cocinar pudiendo pedir pizza
por teléfono ¿para qué molestarse en crearle placer al organismo si mi dueño lo
patea por la vena? El error de dar siempre al cuerpo lo que pide es que termina
comportándose como un niño obeso y malcriado que desea todo en ya sin mover una
uña y sufre dolores de parto, chillidos y sofocos cuando los mimos se le niegan…
El calor te inunda, te protege, te desprende de ti mismo:
nadas inmerso en un líquido amniótico construido por la química, flotando entre
sustancias donde los ojos miran a través de gafas empañadas, observando tu
carne, tu alma, tu mente desde fuera… el tiempo se ha ido de vacaciones, la
conciencia deja que la amordacen, vivir no es sino un vago recuerdo y te
conviertes en poco más que un espectador de tu propia comedia sintiendo el placer
de la goma apretándose alrededor del bíceps, de la aguja fina, fría, cortante
como un folio en mitad de dos dedos violando la vena dentro del codo, el
cerebro empapándose de paraíso como si Dios mismo disfrazado de ramera
estuviese acariciando tus genitales… pero incluso el paraíso tuvo un fin: ahora
no se trata de morder frutas prohibidas, sino de chutarse opio, así que cuando
se calma el veneno en la sangre, los cristales se secan y el fantasma regresa a
su cuerpo, los vómitos, los calambres, los picores toman el control y el adicto
se despelleja la piel rascándose, encharca el piso con meado y diarreas, llora
buscando el consuelo en un compañero de inyecciones con los mocos derramados
sobre la perilla encima de un colchón lleno de semen y pastel, con la
televisión de fondo tratando de crear la sensación de compañía porque el mayor
miedo del hombre es verse a solas con el monstruo del espejo, comprendiendo entonces
que la imagen no es sino el reflejo verdadero de una realidad deformada por el
ego y cuando entiende que un par de gramos le derrotan, le dominan, le humillan,
el orgullo desaparece desvanecido como las sombras alargadas en un día de
invierno tormentoso.
Y la pared sigue manchada… y la jeringuilla sigue colgando
clavada en la carne… y la vida seguiría móvil fuera si encontrase fuerzas para
mirar por la ventana… su compañero ha despertado: arranca la jeringa del brazo
de su hermano y se lo inyecta en el suyo propio buscando unas gotas de cielo,
un poco de meado de ángel que embote su sentido, le ayude a olvidar el calor de
su trastero, el hambre del plato, el que una vez tuvo nombre y apellidos y,
sobre todo, a olvidarse de aquel bebé partido en la carretera por saltarse un
stop macabramente oculto detrás de aquella hoja de palmera… quizás tenga
suerte, una burbuja de aire se le cuele por el brazo y se ponga fin a la
memoria… huir del pasado es complicado porque el tiempo es siempre uno, igual,
idéntico… el tiempo es siempre el mismo, un continuo desplazamiento de los días
iguales que un tren de juguete eléctrico pasando constantemente por los mismos
puntos: solo el descarrilamiento es capaz de romper con ese bucle.
Desearían
que esconderse de la realidad fuera tan sencillo como el niño que se resguarda
tras la sábana pensando que si no es capaz de ver al hombre del saco a la
inversa el monstruo lo dejará en paz, vivir tranquilo, dormir sin soñar… es más
fácil tomar el camino cuesta bajo, convertirse en rueda, girar sin parar, autodestruirse…
echarle un par de cojones, cargar con la culpa, limpiarla, es demasiado
complicado: mejor convertirse en víctima… las víctimas voluntarias son el mayor
asco inventado por el ser humano.
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