sábado, 27 de julio de 2013

Escrito (27/7/2013)

El cielo.
            La pared manchada de sangre por un golpeo incesante: en algún lugar leyó que el dolor obliga al cuerpo a crear endorfinas o tal vez lo estudió cuando aún andaba por tercero de enfermería. Cabezazos cortos, tímidos, débiles por el único instinto intacto de la conservación agrietan el cráneo deslizadamente, salpicando la cal con plasma y cráneo… tanta hípica ha terminado por inutilizar la función de su cerebro: se ha vuelto gandul como un ama de casa en domingos soleados que se niega a cocinar pudiendo pedir pizza por teléfono ¿para qué molestarse en crearle placer al organismo si mi dueño lo patea por la vena? El error de dar siempre al cuerpo lo que pide es que termina comportándose como un niño obeso y malcriado que desea todo en ya sin mover una uña y sufre dolores de parto, chillidos y sofocos cuando los mimos se le niegan…
            El calor te inunda, te protege, te desprende de ti mismo: nadas inmerso en un líquido amniótico construido por la química, flotando entre sustancias donde los ojos miran a través de gafas empañadas, observando tu carne, tu alma, tu mente desde fuera… el tiempo se ha ido de vacaciones, la conciencia deja que la amordacen, vivir no es sino un vago recuerdo y te conviertes en poco más que un espectador de tu propia comedia sintiendo el placer de la goma apretándose alrededor del bíceps, de la aguja fina, fría, cortante como un folio en mitad de dos dedos violando la vena dentro del codo, el cerebro empapándose de paraíso como si Dios mismo disfrazado de ramera estuviese acariciando tus genitales… pero incluso el paraíso tuvo un fin: ahora no se trata de morder frutas prohibidas, sino de chutarse opio, así que cuando se calma el veneno en la sangre, los cristales se secan y el fantasma regresa a su cuerpo, los vómitos, los calambres, los picores toman el control y el adicto se despelleja la piel rascándose, encharca el piso con meado y diarreas, llora buscando el consuelo en un compañero de inyecciones con los mocos derramados sobre la perilla encima de un colchón lleno de semen y pastel, con la televisión de fondo tratando de crear la sensación de compañía porque el mayor miedo del hombre es verse a solas con el monstruo del espejo, comprendiendo entonces que la imagen no es sino el reflejo verdadero de una realidad deformada por el ego y cuando entiende que un par de gramos le derrotan, le dominan, le humillan, el orgullo desaparece desvanecido como las sombras alargadas en un día de invierno tormentoso.
            Y la pared sigue manchada… y la jeringuilla sigue colgando clavada en la carne… y la vida seguiría móvil fuera si encontrase fuerzas para mirar por la ventana… su compañero ha despertado: arranca la jeringa del brazo de su hermano y se lo inyecta en el suyo propio buscando unas gotas de cielo, un poco de meado de ángel que embote su sentido, le ayude a olvidar el calor de su trastero, el hambre del plato, el que una vez tuvo nombre y apellidos y, sobre todo, a olvidarse de aquel bebé partido en la carretera por saltarse un stop macabramente oculto detrás de aquella hoja de palmera… quizás tenga suerte, una burbuja de aire se le cuele por el brazo y se ponga fin a la memoria… huir del pasado es complicado porque el tiempo es siempre uno, igual, idéntico… el tiempo es siempre el mismo, un continuo desplazamiento de los días iguales que un tren de juguete eléctrico pasando constantemente por los mismos puntos: solo el descarrilamiento es capaz de romper con ese bucle.

Desearían que esconderse de la realidad fuera tan sencillo como el niño que se resguarda tras la sábana pensando que si no es capaz de ver al hombre del saco a la inversa el monstruo lo dejará en paz, vivir tranquilo, dormir sin soñar… es más fácil tomar el camino cuesta bajo, convertirse en rueda, girar sin parar, autodestruirse… echarle un par de cojones, cargar con la culpa, limpiarla, es demasiado complicado: mejor convertirse en víctima… las víctimas voluntarias son el mayor asco inventado por el ser humano.

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