Arenas de la soledad.
Un condón lleno y caliente. Con las bragas por las
rodillas encima del retrete lleno de gotitas de mierda fosilizadas, el chico
casi con medio pene todavía dentro se apresura para subirse los pantalones,
vestirse, huir… alejarse de una mujer cincuentona con las carnes fofas en un
vestido que la embute como una remolacha al vacío, el rímel exageradamente
colocado alrededor de los párpados y cantidades tan absurdas de carmín que no
bastaron menos de siete servilletas para secar sus labios agrietados, secos,
lúgubres… Una noche entera plagada de miradas insutiles, cumplidos precocinados
y roces estratégicamente casuales repugnaban al jovencito de la misma forma que
lo excitaban, no por morbo, no por sexo, sino por sentirse puta, por creer
durante al menos unas horas que su cara infectada por un acné rojo, incrustado,
pinchoso como el picón caliente, que su polla pequeña sobre testículos recién
caídos y que su personalidad formada por juegos de rol, videoconsolas y
pornografía dura, era deseada por una hembra, una mujer de pechos caídos
asfixiando su cuello por un sujetador maravilloso casi a reventar… una
remolacha de pelo pajiento, oxigenado, amarillo chillón, tratando de comprar un
orgasmo vacío en el meadero sucio e infectado de cucarachas panza arriba
esperando el pisotón libertador… su única meta no es correrse, sino poder
presumir de comerse un yogur, de haber sido poseída por quien podría ser su
hijo-nieto, de haber conectado aunque sea tras fluidos entre plástico, vómito y
piel, con otro ser humano, porque en sus ojos chisporretando gin-tonics, se ausculta
una soledad que huele a rancia… al otro lado del baño, en la pista de baile, en
una mesa olvidada por el paño del señor que limpia la mugre y el polvo, otras
cuatro remolachas, igualmente embutidas, igualmente solitarias, igualmente borrachas,
desprecian la actitud lasciva de su amiga –así se llama a cualquiera en los
años donde la amistad empieza cuando se llena el vaso y termina cuando echas la
última meada acuclillada en un portal- porque como es costumbre en los
corazones de tetas arrugadas que albergan soledades prematuras, en realidad no
hacen sino envidiar el valor fatua de una gorda con pasta que compra penes al
por menor en estancos de agua sucia, tabaco en lata y cuerpos como nueces con
la cáscara vacía.
Explica con detalle el polvo, cada beso, cada mordisco,
cada uno de las diez o doce penetraciones –los niños sufren de ansiedad en el
sexo y son como la liebre con relojes: solo quieren llegar rápido sin saber muy
bien a donde van- y otra de las chicas de oro siente ira envidiosa en su pecho:
desea ser el centro de atención y que mejor que usar el karaoke del local.
Sube al escenario, con un tacón roto, agarrando a un
micro cuya pata sostiene más a la cantante que al metal y entre aplausos,
safiedades y vítores de su pandillita de viejas brujas con el chocho a medio
cerrar, destruye cada nota de una canción olvidada por su autor hace quince
años.
El muchacho agarra los billetes de diez euros que logró
coger del bolso apoyado en la cisterna mientras desahogaba a aquella mendiga de
eyaculaciones casuales y pide mucho whiskey de la peor botella… no sabe que
solo los recuerdos agradables se desvanecen, mientras que las pesadillas
alquilan un cuartucho en el cerebro donde lo mejor es dejarlos dormir sin
tocarles la puerta.
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