miércoles, 3 de julio de 2013

Escrito (3/7/2013)

Arenas de la soledad.
            Un condón lleno y caliente. Con las bragas por las rodillas encima del retrete lleno de gotitas de mierda fosilizadas, el chico casi con medio pene todavía dentro se apresura para subirse los pantalones, vestirse, huir… alejarse de una mujer cincuentona con las carnes fofas en un vestido que la embute como una remolacha al vacío, el rímel exageradamente colocado alrededor de los párpados y cantidades tan absurdas de carmín que no bastaron menos de siete servilletas para secar sus labios agrietados, secos, lúgubres… Una noche entera plagada de miradas insutiles, cumplidos precocinados y roces estratégicamente casuales repugnaban al jovencito de la misma forma que lo excitaban, no por morbo, no por sexo, sino por sentirse puta, por creer durante al menos unas horas que su cara infectada por un acné rojo, incrustado, pinchoso como el picón caliente, que su polla pequeña sobre testículos recién caídos y que su personalidad formada por juegos de rol, videoconsolas y pornografía dura, era deseada por una hembra, una mujer de pechos caídos asfixiando su cuello por un sujetador maravilloso casi a reventar… una remolacha de pelo pajiento, oxigenado, amarillo chillón, tratando de comprar un orgasmo vacío en el meadero sucio e infectado de cucarachas panza arriba esperando el pisotón libertador… su única meta no es correrse, sino poder presumir de comerse un yogur, de haber sido poseída por quien podría ser su hijo-nieto, de haber conectado aunque sea tras fluidos entre plástico, vómito y piel, con otro ser humano, porque en sus ojos chisporretando gin-tonics, se ausculta una soledad que huele a rancia… al otro lado del baño, en la pista de baile, en una mesa olvidada por el paño del señor que limpia la mugre y el polvo, otras cuatro remolachas, igualmente embutidas, igualmente solitarias, igualmente borrachas, desprecian la actitud lasciva de su amiga –así se llama a cualquiera en los años donde la amistad empieza cuando se llena el vaso y termina cuando echas la última meada acuclillada en un portal- porque como es costumbre en los corazones de tetas arrugadas que albergan soledades prematuras, en realidad no hacen sino envidiar el valor fatua de una gorda con pasta que compra penes al por menor en estancos de agua sucia, tabaco en lata y cuerpos como nueces con la cáscara vacía.
            Explica con detalle el polvo, cada beso, cada mordisco, cada uno de las diez o doce penetraciones –los niños sufren de ansiedad en el sexo y son como la liebre con relojes: solo quieren llegar rápido sin saber muy bien a donde van- y otra de las chicas de oro siente ira envidiosa en su pecho: desea ser el centro de atención y que mejor que usar el karaoke del local.
            Sube al escenario, con un tacón roto, agarrando a un micro cuya pata sostiene más a la cantante que al metal y entre aplausos, safiedades y vítores de su pandillita de viejas brujas con el chocho a medio cerrar, destruye cada nota de una canción olvidada por su autor hace quince años.

            El muchacho agarra los billetes de diez euros que logró coger del bolso apoyado en la cisterna mientras desahogaba a aquella mendiga de eyaculaciones casuales y pide mucho whiskey de la peor botella… no sabe que solo los recuerdos agradables se desvanecen, mientras que las pesadillas alquilan un cuartucho en el cerebro donde lo mejor es dejarlos dormir sin tocarles la puerta.

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