Sal del bloque.
Un pit-bull casi desollado de cola a botón, con la lengua
babeando espuma por el esfuerzo: el tipo aún le destruye a base de latigazos,
con un almohada amarrada al brazo izquierdo para protegerse de los mordiscos…
su fin no es someter al perro, sino volverlo agresivo, asesino, humano, le han
pagado dos gramos a un jacoso con aspecto de espárrago triguero para que apalice
al animal y así sus dientes aún de leche se desvirguen, tomen gusto por la
sangre de camello ajeno, de placas, de morosos con tatuajes verdes, narices
podridas y oxído en los flexos de los codos… una criatura pervertida por la
codicia que se estanca en la punta de la pirámide alimenticia cuyo único
consuelo es que su amo de vez en cuando pare al yonqui, le obligue a fumar unos
platinazos y de a su macabra mascota un poco de agua y algo de carne cruda: los
lacayos, incluso si usan pezuñas no zapatos, deben saber bien quien les
protege, quien les cuida, quien les da su sucedáneo de felicidad enlatada…
Ancianas muertas de miedo se acurrucan contra sus
ventanas con sigilosa morbosidad, escuchando los aullidos del cachorro mientras
se santiguan, regocijándose en su piedad: no son más que putas que miran entre
dedos los cráneos escachados en un accidente de moto en la autovía… tres
jóvenes empapados en alcohol y boliches aplauden la paliza al tiempo que
vitorean a su cuarto compañero, el de la manguera, el líder de los ratones, sonriéndoles
con un piano en su boca y saludando con el brazo de la almohada de donde cuelga
un zombie canino.
Un barrio donde paro, mamás de quince años y ancianos
cobijando a sus hijos que regresan con los nietos a una casa descorchada por la
humedad, se refugia en el humo de hierba, crak, los polvos del caballo
galopando contra la tierra del parque con la palmera, única palmera, seca y
comida por los pulgones, blanca como la otra polvajera… un barrio hundido en
los vapores, en la niebla estupefaciente igual que un Londres en decadencia
tras el apocalipsis de las mentes.
El perro llora, reclama el perdón en sus ojos que no
comprenden, que no conocen, que no han visto jamás el odio… el animal muerde
por su inteligencia, consciente de que de esa forma agrada al amo y quizás así
reciba una caricia en el lomo de vértebras dislocadas… sangre resecada mancha
la acera donde pasean Nancys con tetas cuya aspiración es operarse para
enseñarlas, sentirse deseadas, montarse en el coche de quien pasea los
pit-bulls… sombra de ojos, maquillaje morena con los labios blancos, como
soplar dentro de un bote de cacao en polvo y el pelo hasta el culo acabado en
flecha como señalando que hay permiso para entrar por la puerta trasera:
jovencitas que de tanto jugar con Nancy decidieron seguir sus pasos, dejar el
cole pronto e ir de dueño en dueño –en el barrio no solo hay perros de cuatro
patas- intentando conseguir a base de gargantas profundas un amor que jamás
llega, condenadas a la lejía, la fregona y la bata de por vida, cuando el peso
de las tetas las tumben hacia las rodillas y cuatro partos sumen diez a la 38.
Mocos de placer vacío asomándose por la comisura de
drogadictos sin pipa en la cáscara… mujeres reducidas a vaginas por ansias de
atención olvidada en casa de papá… un animal amarrado a la palmera seca,
blanca, consumida, agonizando babeante sabiendo de su futuro de gladiador con
el pulgar boca abajo… en el segundo piso del bloque un chaval se para entre página
y página, descansando de las matemáticas del instituto que estudia a la luz de
la farola -con seis en casa hay que cortarse con el interruptor- que cuelga bajo su ventana… un chaval que aborrece la penitenciaria
de asfalto, aceleración y olvido burocrático donde nació lejos de los dúplex
con chimenea y plasma para suerte de sus dueños, sabiendo que en algún lugar
entre el libro y la calle debe estar la llave para escurrirse entre los
barrotes.
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