Ganadería “George
Orwell”.
Le dan la vuelta al ruedo entre dos caballos arrastrando
un cuerpo con el que pronto harán chorizos con la sangre que ahora salpica la
arena… pronto le arrancarán los testículos para cocinarlos a la plancha de
algún bar de españoles mordiendo palillo plano, apestando a orujo de hierbas
con las aceitunas y pisando escupitajos en el suelo de una taberna plagada de
mosquitos que se alimentan de los restos de la cerveza en vasos con marcas de
pintalabios… pronto cortarán sus dos orejas, su rabo y su orgullo para
alimentar el ego de un Peter Pan con los huevos apretados, oculto como los
falsos héroes tras una capa roja que disimula la sangre del asesinato hipócrita
llamado arte nacional: paletos con trajes de un millón de espejos y pesetas
para deslumbrar las mentes de un público anacrónico que con pañuelos blancos
pide sangre, muerte, tortura… un público sediento de pan que acude al circo
para observar la desigual lucha entre una bestia de 700 kilos y un hombre solo
con su espada, su capote… su ejército de saltimbanquis con púas adornadas de
flequillos rojigualda –color del imperio vencido por su endogámica ignorancia-,
de lanceros como quijotes truncando la realidad para convertir al cobarde en héroe,
de escudos de madera arropándolo de los pitones como un niño marica escondido tras
los muslos de su madre mientras se ríe del gordo desde la protectora distancia…
un animal asalvajado, asustado, desorientado… horas antes espera en un pasillo
con la saliva espumosa como el champán corriéndole por la chiva: la nariz llena
de mocos por culpa de un calor oscuro, insoportable, en el pasillo desde el
cual los ayudantes se encargan de martirizar su piel con pinchazos ya antes del
ruedo para debilitar al bicho incluso antes de la fiesta: quien está del otro
lado en el arena le agrada lo fácil, porque en el fondo los matadores no son
sino pusilánimes, no más que niños con gafas, enclenques y la cara infectada de
granos de esos que apalizan cada día en el cole, sin cojones para enfrentarse a
quien de verdad los martiriza, vuelcan su ira que nace desde las tripas que
como una dinamo se aumenta con el movimiento de los pasos, buscando recuperar
su orgullo violado en los aplausos, vítores y silbidos de señoritas con el moño
trenzado y recogido en una pañuelito blanco, chorreando flujo cuando el estoque
final cruje las cervicales del animal borracho de exhaustación que en su muerte
mira al hombre en un último intento de comprender el “¿porqué a mi?” de un juego
vacío, sádico, castigador de no-culpables en el que un ser confuso corre en
contra de un trapo rojo que lo invita a una guerra escrita con pulgares donde el
de las pezuñas muere sin remedio al final del primer acto.
Sus compañeros en la granja lo esperan, aunque saben que
son como fetos: nadie regresa después del parto... Toros felices, reservas de
escalopes, comiendo pasto siempre fresco, verde, tan verde como Lorca, regado
por el dueño de la ganadería… adoran a ese hombre que los alimenta, que les
limpia la arena de mierda para evitar las picaduras de los tábanos y que a
veces hasta conversa con ellos y les pasa su mano callosa por encima del lomo…
desconocen su destino fatal, haciendo verdadera la frase de los gandules –“la
ignorancia es la felicidad”- y soñando con alguna porquería inventada acerca de
mundos aún mejores cuando los meten en el camión de camino a esas “Ventas”
donde todo el mundo los espera igual que a la gorda de las óperas.
En una pequeña zona de la granja viven los indultados,
con el cuerpo lleno de cicatrices, los cascos rotos en batallas y los ojos
asqueados por miedo, aburrimiento y humillación por saberse atados a una vida
cerca del verdugo, del traidor, del ganadero que los lanzó al terror de la
plaza y que ahora entre sonrisas cínicas y golpes de vara les da de comer en su
palma de la mano porque sabe que ninguno se la morderá mientras que hayan
vaquitas frescas llenas de grasa para presionar bien el pene, un techo para
resguardarse de la lluvia y, sobre todo, mientras teman la amenaza de regresar
a esos juegos del hambre para esclavos: un pacto de miedo, impotencia y silencio
en el que los que conocen las sombras y han vuelto desde ellas no advierten a
los encadenados que pastan felizmente desconocedores de su futuro, todo a
cambio de mantener la panza llena, la polla caliente y la muerte bien lejos…
después de todo, puede que una granja no se diferencie demasiado de un estado.
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