Show must go on.
Huele a manzana podrida… camufla el calimocho en una
botella grande de “Coca-cola” porque emborracharse en el trabajo está prohibido
–hay que llegar ebrio desde casa- y solamente soporta el peso de la radial,
alcoholizado, semicomatoso, en estado de sopor, con un par de litros de vino en
bodega de cartón, tratando de olvidar mientras pica ladrillos que hasta hace
menos de una década vestía blusas de leñador americano y manchaba la pared de
blanco planteando ecuaciones de tercer grado a chicos los muchos llenos de
desgana, pero unos cuanto –nunca, nunca demasiados- plagados de objetivos en su
pecho creciendo como púas en la espalda de un puercoespín parido hace pocos
días… profesor en matemáticas rollizo, sonriente, calvo al estilo de los huevos
duros, con una suavidad tan tierna que apetecía acariciar su alopecia tratando
de palmear el conocimiento que albergara su cráneo… los martillos hidráulicos
hacen sudar demasiado y a quien cambia la tiza por el destornillador plano el
sudor se le eleva al cubo: el mono es un traje-saúna y adelgaza tan rápido y
por días que su esternón es idéntico al de un pollo asado sin pechugas… la
barriga parece un globo a medio pinchar lleno solo por bocatas de chorizo en el
descanso y alcohol de a cincuenta céntimos la garrafa porque ya lo dijo mi
hermano el boxeador: así es como se calla la conciencia.
Un trabajo insoportable no tanto por la extenuación
física, sino por la frustración de haber traicionado a sus neuronas, de
congelar al tiempo despacio al ritmo del gira gira de la mezcladora, segundos
que se estiran como un chicle masticado con desgana cuya pompa jamás revienta…
ocho años atrapado entre vigas y cemento, justos los mismos que tenía su hijo
al ingresar en su primera obra, justo dos menos que cuando se privatizó la
educación y los antiguos maestros fueron relegados a un segundo plano cambiados
por el 2x1 de chiquillos recién graduados en magisterio –doble de trabajo, por
casi la mitad de un sueldo-. Son 10, 11, 12 horas cargando, clavando y
cortando: salir con la luz del sol, regresar a casa con la de las farolas y
encontrarte con un tipo que te pasa seis cabeza sin distinguir si es tu hijo o
el que se folla a tu señora: para ti el sexo se relega a manchar de semen un
cartón usado como cama a la hora del
bocadillo tras la verja oxidada del barranco, con revistas de hojas salpicadas
y medias pajas por rutina sin placer.
Las chispas de la radial le perforan los pómulos, los
párpados, los labios… la careta solo aumenta el sofoco y cuando tu rostro no es
más que el recuerdo de épocas mejores difíciles de regresar, mejor conviertes
tu cara en monstruo y así excusarte con el espejo cuando te chilla por las
mañana para saciar su sed de vanidad.
El vino es un cristal convexo que desvirtúa las imágenes
del cerebro: el peligro no es más que un gatito recién nacido y al profesor no
le preocupa pelearse contra el hormigón con una radial que gira como una noria
pasada de anfetaminas… pero la realidad, siempre puta realidad, es tosca,
arisca, implacable, hace ojos sordos para los proyectos de la mente y sigue fiel
a su ama la ley natural… el disco de la radial se suelta… taja el tendón de Aquiles
del peón que tambaleándose, retorciéndose de dolor como una libélula sin alas
devorada por escarabajos, camina sin ver para tropezarse en el hueco del futuro
ascensor… al menos el calor del metal ha cerrado la herida casi
instantáneamente… cráneo abierto.
Por la mañana el primero en entrar es el encargado… sigue
el rastro de la sangre aún sin secar del todo, consistente no más que un color
en banco recién pintado y encuentra el cadáver del profesor-obrero.
Llama a sangre fría al jefe del montaje y antes de llegar
los primeros compañeros que asustados por lo rojo jamás preguntaran por el
camarada, descubren una solución:
-Echa cemento antes de
que entren estos cabrones, tapa el cuerpo y sigue con el segundo piso… la obra
debe continuar.
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